Una estrella normalita

Hace más tiempo del que cabe en la imaginación, unos 4.500 millones de años, una pequeña parte de una nebulosa colapsó. Polvo y gas, colapsados por su propia gravedad, comenzaron a girar cada vez más rápido, hasta formar un disco. La protoestrella, el embrión de nuestro sol, crecía entonces en el centro del disco.

Durante unos 1400 años, desde Ptolomeo a Copérnico, el ser humano creyó encontrarse en el centro del universo. El modelo geocéntrico suponía que el sol giraba, junto a la luna y las estrellas, alrededor del mundo convirtiendo las noches en días. Se unían a este giro unos astros que no seguían el movimiento ordenado de los anteriores. A estos se les llamó planetas, palabra de origen griego que significa vagabundo o errante. Habría de pasar un tiempo considerable en nuestra historia hasta que Galileo pusiese patas arriba el orden del universo tal y como se imaginaba.

En defensa de sus propias observaciones y de las ideas de Copérnico, el astrónomo italiano situó al sol en el centro del universo. Aún peor, situó al mundo y al humano sobre uno de esos díscolos astros, sobre un planeta. Aquello no era más que el comienzo del conocimiento del ser humano sobre su propia pequeñez en el universo. Los heliocentristas, sin embargo, no tenían razón en todo. Entre otros errores, el sol no es el centro del universo. De hecho, es una estrella más bien normalita: una enana amarilla. Las enanas amarillas son el tercer tipo de estrella más común en nuestra galaxia.

El sistema del sol

En el momento del nacimiento de nuestro sol, la mayor parte del material colapsado se concentró en el núcleo. El resto, apenas un 0,2% del total, quedó orbitando en forma de disco alrededor de esta. El disco acabaría dando lugar al sistema solar; mientras que la protoestrella se volvió cada vez más densa y caliente, iniciando la fusión nuclear en su centro. Desde entonces, el sol transforma en helio el hidrógeno que acumuló en su origen. Lo hace a razón de 600 millones de toneladas por segundo, generando neutrinos, radiación solar y una inmensa cantidad de energía.

El material del disco fue colisionando, formando primero pequeños planetoides y luego planetas. Así, a base de colisiones, surgió nuestro planeta. El mundo que habitamos era entonces una bola incandescente contra la que golpeaban continuamente enormes cuerpos rocosos. La colisión con otro planeta, Tea, del tamaño de marte, generó la unión de ambos astros; y los restos de la colisión, que quedaron orbitando alrededor se unieron de la misma forma dando lugar a la Luna. Después, aquel pequeño infierno que era La Tierra, comenzó a enfriarse desde la superficie.

El punto azul

Son varias las teorías que existen sobre el origen del agua en La Tierra. La más reciente apunta a que esta molécula se habría formado en el mismo planeta, frente a teorías anteriores que postulaban que el hidrógeno y el oxígeno necesarios para su formación habrían llegado a bordo de algún meteorito. De haber formado parte de La Tierra desde el principio, el agua debió permanecer oculta de alguna manera, protegida de los eventos catastróficos que sucedían en el planeta.

Sea lo que fuere, había agua; y la ubicación de nuestro planeta respecto del sol era la indicada para mantenerla en estado líquido. La aparición de la vida era cuestión de tiempo.

El motor solar

La superficie solar está aproximadamente a 5.500 grados. Nuestra estrella normalita emite una intensidad de radiación de 64 millones de vatios por metro cuadrado. De estos llegan al exterior de la atmosfera un promedio de irradiancia de 340 W/m2. El eje de rotación inclinado del planeta y la excentricidad de su órbita, junto a las variaciones propias del ciclo solar, modifican la cantidad de radiación que recibe la superficie terrestre.

Parte de la energía que llega a la superficie del planeta es la denominada PAR o radiación fotosintéticamente activa. Esta es la parte de la energía solar que los seres vivos capaces de hacer la fotosíntesis pueden convertir en otros tipos de energía. Casi todos los seres vivos que no son capaces de explotar la energía del sol de esta manera dependen de los que sí. La practica totalidad de la vida obtiene por tanto su energía del sol, directa o indirectamente.

Desde el sol también recibimos la radiación infrarroja, responsable de la circulación de las envolturas liquida y gaseosa del planeta: la atmosfera y los océanos. Incluida la circulación termohalina.

El peligro ultavioleta

Que un planeta pueda albergar vida no depende en exclusiva de si su distancia a la estrella que orbita es la adecuada. La radiación solar es fundamental para la vida, y responsable en última instancia de la mayor parte de los procesos biológicos. Pero del mismo modo, es una amenaza. La cantidad de radiación ultravioleta que recibe un planeta en el que hay vida no puede superar la soportada por el ADN.

La atmosfera de nuestro planeta retiene y filtra parte de los tres tipos de radiación ultravioleta que llegan al planeta. La radiación ultravioleta C (uvC) queda atrapada en la capa de ozono; la B es solo filtrada parcialmente; la A no llega a filtrarse. De los dos tipos de radiaciones que nos alcanzan, la uvB es la más dañina, lo que no quiere decir que la uvA no lo sea. Ambas provocan mutaciones en el ADN de las células, la unidad de la vida.

El sol permite a nuestro cuerpo generar vitamina D, fundamental para el funcionamiento del sistema inmune o la fijación del calcio a los huesos (entre otros). Por lo que no exponerse en absoluto a nuestra estrella no es la mejor opción. La exposición, eso sí, debe hacerse con ciertas precauciones. La uvA es capaz de alcanzar las capas más profundas de la piel, activando la melanina y haciendo que nos pongamos morenos. Pero también generan envejecimiento prematuro. La uvB se quedan en la superficie de la piel, pero son los responsables de los enrojecimientos y quemaduras y los principales responsables de los canceres de piel. En menor medida, la radiación uvA también nos pone en riesgo en lo que a cáncer se refiere. No en vano, alcanzan las capas de la piel que están en continua división para la renovación de esta.

La vida y la muerte

Aquel planeta infernal de reciente formación que un día fue la tierra solo contenía materia inerte. La radiación ultravioleta del sol pudo tener un papel fundamental en la transformación de lo inorgánico en orgánico, en la aparición de la química de la vida. Al mismo tiempo, la misma vida que surge de estos procesos necesitó protegerse de los efectos que la radiación tenía sobre ella. Sin algunas protecciones naturales, como la capa de ozono, la vida no sería como la conocemos o, quizá, no la conoceríamos. Los propios organismos han desarrollado mecanismos de defensa, desde la melanina a los procesos moleculares de reparación de las mutaciones que la radiación causa en el ADN.

Sin embargo, aún podemos hacer más. No existe entre nosotros una cultura de protección frente al sol. Todo lo contrario, por moda nos hemos dejado tostar y quemar al sol. Las consecuencias no se suelen vislumbrar a corto plazo. Pero en el mundo se diagnostican alrededor de 3 millones de cánceres de piel al año. Los melanomas, un escaso 5% del total son extremadamente agresivos.

Debemos tomar conciencia de que esa estrella normalita puede ser tan dañina para la vida como responsable la existencia de esta misma. Aunque termine el verano y la exposición vaya en descenso, la cultura de la protección solar no puede relajarse. Menos aún en un país como el nuestro, en el que los días de sol superan en mucho a los días nublados. Sin querer decir con esto que los días nublados no sean igualmente peligrosos. Es la capa de ozono y no las nubes, la que es capaz de filtrar la radiación. La primera tarea fundamental es la protección, la crema solar, las gafas de sol, evitar la exposición en las horas centrales del día, etc. La segunda tarea, solo algo más compleja, es la detección precoz: observar cambios en nuestra piel o añadir al calendario de revisiones anuales la visita al dermatólogo.

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