África tenía cinco cuando una niña dos años mayor con el pelo rubio recogido en una coleta alta y vestida con un disfraz de sevillana llegó a su casa de Alcolea de Cinca (Huesca). Ese día conoció a la que se convertiría en su hermana Ksenia. Durante los siguientes 12 años, ambas compartieron los veranos hasta su mayoría de edad. El resto del tiempo las han separado 2 959 km. Hasta la semana pasada, más de 20 años después de ese primer día, cuando Ksenia tuvo que abandonar su hogar en Kiev para refugiarse de las tropas rusas que están invadiendo su país.

El 24 de febrero de 2022 el mundo se paró para el pueblo ucraniano. Pero también lo hizo para las personas que tienen a alguien a escasos kilómetros de los bombardeos: «No podía estudiar, no podía trabajar. Me acostaba con mi madre mirando las noticias y de bajón en bajón. Y, si ella tardaba en contestar, nos preocupábamos muchísimo». Los primeros siete días fueron los más duros, según relata África: «¿Cómo sabemos nosotros si le ha pasado algo?». Hablar con Ksenia directamente es la única forma que tienen de saber si está bien, pues ella no tiene más familia a parte de su marido y su prima, con los que residía en la capital ucraniana hasta hace unos días.

«La última vez que la vi fue en 2019, que fui con mi pareja a Kiev. Aunque siempre hemos tenido contacto desde casa con mis padres. Ahora, obviamente, es despertarte y acostarte hablando con ella». La asociación Asistencia a la Infancia de Zaragoza trae a niños huérfanos o de orfanato a España hasta que cumplen 18. El primero es el caso de Ksenia, quien vivía con su abuela, su tía y su prima en la capital ucraniana. Por eso, pese a que se le dio la opción de quedarse en España, Ksenia decidió volver con su familia de origen. «Ella tiene su vida ahí». Estudió una carrera, se casó y, aunque nunca le han ido bien las cosas económicamente —la vida es muy difícil en Ucrania, asegura África—, lleva dos años trabajando en una empresa de creación de páginas web.

De Kiev a Leópolis (De Kyiv a Lviv)

Conocer la historia de Ksenia, una de las aproximadamente 10 millones de personas que, según Reuters, se han desplazado estos últimos días, puede ayudarnos a comprender un poco más la situación a la que está sometida el pueblo ucraniano, sin entrar en estrategias, misiles ni política.

Desde el primer momento en el que los medios se llenaron de noticias, África y sus padres les ofrecieron venir a España. Sin embargo, se niegan a abandonar el país: «Mi madre y yo nos pusimos malas. Decía, joder, tienes la suerte de que tienes casa, tienes familia y económicamente te lo puedes permitir. Tienes gente que puede ayudarte». Pero, Ksenia y su familia tienen muy claro que Ucrania ganará, «que es su país y que está ahí para lo bueno y para lo malo».

Tras la primera semana de bombardeos, aunque con intención de volver, se fueron de Kiev porque su prima está embarazada de siete meses y ya era un no dormir. No había hospitales cerca porque empezaron a bombardearlos. Con tan solo una pequeña maleta, abandonaron la vida que tanto les había costado construir y partieron a la ciudad más cercana a la frontera con Polonia: Leópolis. «Ellos tienen coche, que tampoco es algo habitual en Ucrania, y pudieron salir, pero fue un sinvivir».

El trayecto era de unos 500 km en coche. «Me parece que la ruta era unas seis horas, como nos costaría de Alcolea a Madrid. Se pegaron cerca de once». Al situarse cerca de la frontera, los controles ucranianos les hicieron parar constantemente durante el recorrido: «Les pedían el pasaporte, a dónde iba a ir… Sobre todo, tenían miedo de que pensaran que iban a huir del país, porque tanto el marido de Ksenia como el de su prima están en edad militar». Pero esa no era la única preocupación: «Habrá suficiente gasolina? ¿Se encontrarán algo por el camino?».

¿Por qué Leópolis? Una amiga les dejó un piso: «Tenían la esperanza de que, como están tan cerca de Polonia, no llegarán, porque si salpicara ahí, habría un problema con Polonia». Sin embargo, días después de su llegada, la amiga necesitaba el piso, por lo que tuvieron que buscar otro en el que poder quedarse, lo que fue muy complicado. Sortearon, tanto ellos como África y su familia, que buscaban pisos desde España, «alquileres por 1000 euros al mes, contando que aquí en España es caro, ahí en Ucrania que el sueldo son 200/300 euros… Y estafas de personas que pedían por adelantado el dinero y luego no existía el piso».

Tuvieron suerte seis días después: «Si no, seguirían buscando, incluso en la calle. Porque ahí sí que hay mucho voluntario y sí que están proporcionando albergues y pabellones para la gente que al día siguiente va a cruzar la frontera. Pero claro, ellos buscaban uno para vivir hasta que se pase».

Una vez en Leópolis han podido volver a trabajar desde casa, lo que en Kiev era impensable. Era sobrevivir como podían y comprar y ayudar a la gente. Parte de su empresa está trabajando, pero también hay otra que está luchando: «Ellos son el único contacto que tienen con Kiev». Ni siquiera saben si cuando vuelvan a la capital va a estar su piso en pie: «También tienen miedo de que les roben. Les ha costado mucho estar donde están y ellos lo han dejado todo ahí».

Suenan muchas sirenas, pero nada. Ellos ya están habituados al sonido y siguen tranquilos. Al venir de Kiev, estaban acostumbrados a escuchar las sirenas, pero también los disparos y las bombas. Este resquicio de tranquilidad ha hecho que se vuelquen en ayudar. Porque la guerra muchas veces saca lo peor de las personas, pero también lo mejor. Y desde aquí en España, África y sus padres tampoco se han quedado de brazos cruzados.

 La solidaridad en tiempos de guerra

«La gente se ha volcado muchísimo con esta situación, sobre todo en el pueblo. Campañas, donaciones…». Ella misma, casi sin ser consciente de lo que estaba pasando, ha recaudado más de 2 000 euros en 24 horas: «Todo empezó por una publicación que yo subí de que mi hermana se dedicaba a la creación de páginas web y aplicaciones. Empezó a hablarme mucha gente diciéndome que ellos no querían página web, pero sí ayudar económicamente.  Y una amiga de Alcolea me dijo que probase y así fue». Esa misma tarde subió un post en sus redes exponiendo que su hermana necesitaba ayuda para poder pagar a los trabajadores de su empresa y que estos pudieran cuidar a sus familias, para el ejército y para comprar comida y medicamentos a las personas que seguían en Kiev.

«No me esperaba para nada la respuesta de la gente. Tampoco me esperaba llegar a tener que cerrar lo de las donaciones». La idea era sencilla: enviarle 200/300 euros, pues tampoco sabía si había un límite legal y cuál era: «Le dije a una amiga que es abogada que me asesorara porque no sabía hasta qué punto podía recibir dinero de personas ajenas, si hay un tope, si Hacienda me puede investigar…». En menos de 24 horas no solo sobrepasaron los 2 000, sino que llegaron ofertas incluso de pisos en Alemania para que pudieran refugiarse si salían del país. Los que no podían donar, compartían el post.

Una vez recaudado el dinero, aconsejados por otra familia del pueblo que también acogía a niños ucranianos, lo enviaron a través de MoneyGram, una empresa online: «No se fían de depositar su dinero en los bancos por si acaso Rusia gana. No saben qué sería de ese dinero».

Ksenia, quien ya en Kiev ayudaba a la gente con dinero de su propio bolsillo, enviaba fotos a su hermana de lo que compraba: «Carros enteros de supermercados llenos de comida, pañales, compraban sobre todo muchas cosas para los niños pequeños, colchones, mantas… Y ahí en Lihv lo llevaban a los voluntarios que lo distribuían a Kiev».

Ese dinero también ha servido para comprar botas, ropa interior, calcetines y ropa de abrigo a la gente ucraniana voluntaria que se alistó. Ha sido tanta que en el ejército no tenían uniformes para todos. Y una pequeña parte ha ido a parar a las protectoras de animales: «Ella sufre mucho con los animales. Se llevó con ellos a sus dos perros y a su gato». Pensamos tanto en las personas que a veces nos olvidamos del resto de seres vivos, hasta que llegan noticias como la que compartía África: «A una chica que iba a ayudar, a dar comida a una protectora de animales, la mataron los rusos hace unos días».

Hace más de 20 años, África consiguió la hermana que tanto pedía a sus padres. Una niña con facilidad para los idiomas que ya el primer verano se fue hablando español. Una compañera de piscinas. Una amiga con la que salir de fiesta con el resto de sus amigas en la adolescencia. Ahora, tiene que sobrellevar la preocupación constante de tenerla a más de 2 000 kilómetros en una realidad totalmente distinta a la de España, en plena línea de fuego. Ksenia no quiere salir de Ucrania, no quiere abandonar a su país, a su marido y al de su hermana, quienes hace apenas unos días tuvieron que alistarse: «Dudan de que los llamen. Solo si la situación se descontrola obligarían a los ciudadanos, pero ahí está ya el miedo, la incertidumbre».

Esta es solo una historia de las millones que se podrían contar sobre la situación del pueblo ucraniano. No todos tienen la suerte de Ksenia: «Mucha gente no se puede costear el piso donde están ellos ahora. O han muerto sus familiares y se han quedado solos». Sin embargo, no es la guerra lo que provoca real terror en muchos ucranianos como Ksenia, sino «el despertarse al día siguiente y ver en su pasaporte que son rusos», el día de después.

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