La vida personal y el trabajo son elementos complicados de incluir en una misma ecuación. Y son un ejemplo de excepción para quien dijo que «el orden de los factores no altera el producto». En este caso, mientras que históricamente el humano ha dedicado su vida a trabajar – aproximadamente, el 30% de su vida -, ha aparecido un nuevo perfil de empleado que busca trabajar para vivir; es decir, utilizar su trabajo como un medio y no como un fin. 
La incorporación de la disruptiva generación Z está siendo un factor clave en la transformación del mercado laboral. Quieren trabajar, sí, pero no a cualquier precio. A pesar de que son conscientes de la precariedad y del contexto económico inestable al que se enfrentan, están dispuestos a abandonar sus puestos de trabajo si estos no cumplen sus expectativas. Y no solo las relacionadas con el salario o las condiciones, sino también las que tienen que ver con elementos más aspiracionales como sentirse respetados por la empresa y compartir un propósito con su comunidad laboral.
Según el último Informe de Tendencias, elaborado por la plataforma digital Cobee, más del 50% de los empleados menores de 34 años se ha planteado cambiar de trabajo durante los últimos 6 meses, y este porcentaje aumenta para la franja de 18 a 25 años. Una de las causas es la sensación, acertada o errónea, de poder acceder a mejores oportunidades laborales en un futuro. Y con mejores oportunidades se refieren a trabajos que aseguren una mejor confluencia entre su vida personal y su vida profesional.
«Nuestra aspiración es encontrar un trabajo que encaje con nuestros valores e intereses. Si nuestro trabajo es nuestro hobbie, la línea entre vida profesional y personal se difumina.​​​​​​​» (Fuente: ZShots Sosteniblidad, Mazinn)
También es cierto que, en muchos casos, la ausencia de responsabilidades ligadas al sueldo – como pagar un alquiler o hipoteca o tener personas dependientes a cargo – es una de las claves para entender por qué la franja de 18 a 25 años es más propensa a buscar el cambio, según el último Informe de Tendencias anteriormente mencionado. Esto se relaciona inevitablemente con la elevada edad de emancipación, que en 2021 se situó en 29,8 años, dato que sobrepasa los 26,5 años de media en la Unión Europea.
Una de las demandas más habituales de los Z es el teletrabajo, que parecía haber llegado para quedarse. Sin embargo, ya es apenas negociable para algunas compañías, que lo han eliminado por completo. En 2019, el 68,6% de los trabajadores españoles quería teletrabajar pero su empresa no se lo permitía, y como es evidente, la pandemia hizo incrementar ese porcentaje. Esta modalidad no solo favorecía a los jóvenes y sus intereses de flexibilidad, sino también a personas con necesidades de conciliación familiar.
«El teletrabajo no es algo revolucionario, en otros continentes es más que normal encontrar la flexibilidad en trabajos en los que se intuye obvio que tu presencia física no aporta nada de valor a tu trabajo. Ser productivo de manera remota y poder tener acceso a un espacio que te da seguridad y concentración tiene que ver con salud mental. No concebiría mi vida laboral de otra manera y rechazaría cualquier oferta en el que asistir a un espacio fuera obligatorio en cualquier caso.» (Adriana Ochoa, periodista)
Otra exigencia menos tangible, pero aún más relevante, es la de sentirse identificados y protegidos por la empresa. En línea con esto, un reciente estudio de Deloitte revela que las principales preocupaciones sociales de los zetas son, en orden de prioridad: el cambio climático, el coste de vida y la salud mental. En este sentido, a la hora de seleccionar a qué vacantes aplicar, buscarán aquellas ofertas que actúen acorde a sus principios. Además, esto explicaría por qué los beneficios sociales más deseados por los empleados de 18 a 25, según Cobee, son un seguro de salud, un plan de formación y un servicio de atención psicológica online (este último desaparece a medida que aumenta la edad de la muestra). 
«El talento se cuida garantizando salud.​​​​​​​» (Adriana Ochoa, periodista)
Si bien la aspiración hacia mejoras en el salario y hacia el crecimiento profesional siguen siendo fundamentales para tomar una decisión, la generación Z plantea nuevos retos a las empresas. Para conseguir retener talento, deberán proporcionar beneficios más allá de un contrato indefinido y «la oportunidad de formar parte de un equipo joven y dinámico». Con respecto a esto, el feedback preciso y constante, el respeto hacia sus horarios y el trabajo en modalidad híbrida serán puntos de atracción para los jóvenes.

El choque con la cultura del esfuerzo

 

La manera en que los jóvenes se enfrentan al mundo laboral es un tema que no ha tardado en salir a debate, sobre todo entre personas que crecieron con una idea del trabajo basada en una hipérbole de la cultura del esfuerzo. Esto se debe a que el storytelling del boomer está impregnado de un mismo mantra subliminal: el sufrimiento forma parte,  inevitablemente, del camino hacia la satisfacción personal.
En contraposición, las nuevas generaciones conciben el esfuerzo como un viaje apto para el disfrute. En el trabajo, ante un mínimo atisbo de sufrimiento, el perfil zeta no dudará en presionar a la empresa hasta conseguir lo que cree justo. O, por otro lado, abandonará, con la certeza de que ahí fuera encontrará proyectos y retos más inquietantes para su personalidad insaciable. 
Además, el zeta siempre tiene un plan B: la forma más fácil de evitar el sufrimiento es poner las reglas él mismo. Según un artículo de la COPE, dos de cada diez jóvenes de entre 18 y 24 años quieren emprender, y su principal motivación es la de cambiar el mundo. En esto la consultora Mazinn está de acuerdo: «queremos trabajar para impactar positivamente a todos los niveles y así poder ocuparnos de necesidades reales a nivel individual y colectivo», explican en el informe. 
Todo ello no quita que los Z no estén acostumbrados a trabajar duro para llegar a sus objetivos. Al contrario, se trata de la generación con más preparación académica de los últimos diez años. Sin embargo, la realidad política, económica y social en la que tienen que moverse dificulta su desarrollo profesional. Así pues, su manera de interpretar la vida y el trabajo, que se basa en buscar alternativas más positivas, no encaja con los estándares de esfuerzo y perseverancia de otras generaciones.  

​​​La felicidad no es negociable

 

Gabriele Romagnoli, escritor y periodista italiano, cuenta en Viajar ligero (2016) que las personas pasan «23 años durmiendo, 20 años trabajando, 6 años comiendo, 5 años esperando, 4 años pensando, 228 días lavándose la cara y los dientes y 46 horas de felicidad». Aunque es prácticamente imposible someter a prueba esos datos, este choque con la supuesta realidad conduce a una reflexión muy interesante. Y es la siguiente: las dos actividades en las que una persona invierte más su tiempo son dormir y trabajar, con mucha diferencia respecto a las demás.
Así pues, si bien controlar la felicidad cuando se duerme es difícil, controlarla mientras se trabaja sí es algo en lo que se puede tomar partido. Que los jóvenes lo estén haciendo ya es una buena señal y puede ayudar a que otras generaciones también gocen de los beneficios. Felicidad y trabajo no deberían ser excluyentes. 
El burnout y el quiet quitting de los que tanto hablan los medios son solo síntomas de que el trabajo sin condiciones que garanticen un mínimo estándar de bienestar puede ser perjudicial no solo para el empleado, sino también para el rendimiento de la compañía.
En un mercado laboral acostumbrado a imponer las reglas sin recibir queja alguna, ser solo un número para las empresas ya no está de moda entre los jóvenes. 

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Un comentario en «¿Vivir para trabajar o trabajar para vivir?»

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