Viernes. Seis de la tarde. La vida dentro de este mercado municipal que abrió sus puertas en 1868, y que fue renovado en 1958 está en su máximo esplendor. A la derecha, en la planta alta, una monja entrega unos zapatos al zapatero mientras que su compañera espera a esta en el entresuelo junto a la puerta de acceso. En las escaleras que unen el entresuelo con la planta baja un grupo de niños juega, llora y se cuelga de la barandilla. De fondo, bullicio con las Nancys Rubias como banda sonora. Estamos en el Mercado de la Cebada.
Hasta hace cuarenta años, los mercados eran la vía por las que en ciudades como Madrid la gente se abastecía. Un entorno de competencia, cooperación y vida, mucha vida, porque en los mercados, antes de caer en grandes superficies donde tenemos todo en bandeja y estantería, se estrechaban lazos. Sin embargo, este entorno ha cambiado, muchos de los comercios han echado el cierre y otros tantos se han reconvertido en bares y en tiendas gourmet. Y bio, mucho bio.
Es una pena como está esto, antes aquí tenías a vecinos de toda la vida y te conocías a todo el mundo, ahora solo hay niños correteando, sus padres en los bares y los cuatro viejos que quedamos.
Dando una pequeña vuelta por la planta alta se puede observar el contraste entre el lado derecho, con casi todos los puestos cerrados, y el izquierdo, con casi todos los puestos ocupados y abiertos. Justo en ese lado derecho apenas quedan una charcutería, una cerrajería y una pescadería. Esta última, la Pescadería Hermanos Alonso la regenta Juan Pedro Alonso, que tiene el puesto desde hace 57 años, cuando levantó el cierre en 1962. «No tiene nada que ver con cómo era antes», nos cuenta.
«Perjudica estar en esta zona, mira como está todo a oscuras sin una sola luz», se lamenta mientras explica que es casualidad que la parte alta de mercado esté tan vacía. «Ha coincidido que abajo hay más bares y parece que hay algo, pero no nos ayuda, el ruido y alboroto en un mercado no ayuda«, explicaba mientras terminaba de limpiar unos mejillones.
«Esto pasa porque los padres vienen aquí a tomarse un vino, los sueltan como si fuera el parque ¡Y ojo con llamarles la atención que los padres se envalentonan!»
Los bares que ocupan los puestos que antes ocupaban carnicerías, pescaderías o herbolarios son gran parte de la oferta que ofrece este Mercado de la Cebaba. Sus clientes, aparte de algún turista, en este momento son en su mayoría vecinos del barrio que rondan la treintena y que han sido padres hace no mucho. Sus hijos, mientras tanto, corren en el gran parque que es el mercado entre merluzas y hortalizas. Algo que los comerciantes no llevan bien.
«Es más culpa de los padres que de los niños. Si a un niño le pasa algo el que asume las responsabilidad es el mercado«, explica Pedro Alonso. «A mí los chavales no me molestan, entiendo que es una responsabilidad para los comerciantes y es peligroso para ellos ¿Pero tú que harías si fueras un niño y fueras a pasar dos horas aquí dentro? ¡Jugar!», pregunta Begoña mientras une dos hilos en su máquina de coser. «Los niños corriendo perjudican en el mercado. Nuestro público es mayor y ver a niños corriendo por el mercado les da miedo, aunque más que nada esto ocurre los viernes», cuenta Emilia Expolio desde el otro lado de su pollería. «Esto pasa porque los padres vienen aquí a tomarse un vino, los sueltan como si fuera el parque ¡Y ojo con llamarles la atención que los padres se envalentonan!«, remata.
Ahora los barriles de cerveza, artesana y carísima, por supuesto, predominan.
Precisamente Emilia, que lleva 39 años en el mercado conoce como pocas como estos espacios han cambiado por completo. En 1980, cuando abrió su pequeño comercio el mercado no tenía nada que ver con lo que es ahora. «Con las grandes superficies las ventas han bajado muchísimo», explica. «El Ayuntamiento beneficia a las grandes superficies, y estas se están aprovechando de locales arruinados para hacernos competencia, al menos en el centro», se lamenta.
A unos metros, Chelo carga sus bolsas de la frutería mientras en el bar de al lado La Prohibida empieza a meterse en el imaginario de los presentes con los primeros acordes de su Baloncesto. «Yo llevo viniendo aquí toda la vida», dice incorporándose tras dejar las bolsas en el suelo. «Es una pena como está esto, antes aquí tenías a vecinos de toda la vida y te conocías a todo el mundo, ahora solo hay niños correteando, sus padres en los bares y los cuatro viejos que quedamos», sentencia encaminándose a las escaleras de salida. Mientras, La Prohibida acaba su estribillo ardiendo en un antiguo incendio, en el bar el camarero conversa amistosamente con una clienta francesa de mediana edad mientras remueve el cóctel. Parece un capítulo de Foodie Love, o el bar de la puerta de Telecinco, pero es real.
Poco a poco el ambiente va cambiando. Si antes había cierta homogeneidad entre quienes estaban tomando algo y quienes llenaban sus frigoríficos para Nochebuena, ahora los barriles de cerveza, artesana y carísima, por supuesto, predominan. Porque eso al fin es un mercado. La vida, aunque con un ingrediente común, la comida. Y que como decía Joaquina Cortés, madre de Camilo Sesto, «la patria no es la infancia, sino la comida».