Pandemia y pandemonium

El primer martes de febrero de 1918 el mundo perdió a Gustav Klimt. El pintor aleman, se cree, caía victima de una neumonía. Pero esa neumonía era secundaria. Klimt había sucumbido a la primera pandemia mundial: la mal llamada gripe española. El virus A/H1N1 se cobró entre 40 y 100 millones de vidas en poco más de tres años. La mayoría de los enfermos acababan muriendo por la infección secundaria de la neumonía bacteriana por la falta de antibióticos y la debilidad que traía consigo la gripe.

No se sabe con seguridad dónde comenzó la epidemia. Algunos la sitúan en Francia en 1916, en China en 1917 o en Estados Unidos en 1918. Lo cierto es que, con el mundo centrado en la Gran Guerra, la propagación era fácil y la detección difícil. España no fue el primer país en detectarla, para cuando alcanzó la península media europa padecía la enfermedad. Pero España no había participado en la Primera Guerra Mundial y, su prensa, a diferencia de la de los países que sí lo hicieron, no estaba censurada por el gobierno. Los periódicos españoles fueron los primeros en recoger los casos de la «gripe de los tres días». Esto permitió que los países recién salidos del conflicto derivasen la responsabilidad hacia nuestras costas. Por estrategia o no, España tiene el dudoso privilegio de titular la mayor pandemia que ha vivido el ser humano hasta nuestros días.

El enemigo invisible

Esta pandemia no ha sido la única que ha pasado a la historia por mermar severamente la población humana. Siglos antes habíamos padecido hasta tres brotes de peste, cortesía de la enterobacteria Yersinia pestis. En 1952, un brote de polio (Poliovirus, PV) infecto a unas 60.000 personas solo en EEUU. De estas, unas 3.000 murieron y otra buena parte sufrió, a consecuencia, parálisis, atrofia muscular, deformaciones y daños cerebrales.

Virus y bacterias nos han acompañado durante toda nuestra historia. Aunque hasta que fuimos capaces de ver lo invisible no fuimos capaces de reconocer a nuestros compañeros de viaje, ni a los «buenos» ni a los «malos». De hecho, no identificamos al causante de la pandemia de gripe hasta 1943 y no conseguimos secuenciar su genoma hasta hace 15 años.

Las investigaciones de Pasteur y Koch (en bacteriología) y de Beijerinck (virología) en la última mitad de s. XIX fueron pioneras y fundamentales. La investigación en microbiología y virología trajo grandes avances a la medicina: el desarrollo de los antibióticos y las vacunas. Estos son los responsables del incremento de la esperanza de vida y, consecuentemente, del incremento exponencial de la población mundial.

Vacunas: prevision y erradicación de enfermedades

Las vacunas son el mayor éxito de la salud pública del siglo XX. En el top de avances que han disminuido la mortalidad se sitúa en segundo lugar, por detrás del agua potable y por delante de los antibióticos. Su aplicación ha conseguido erradicar algunas enfermedades antes frecuentes y disminuir al mínimo la mortalidad de otras. Estas enfermedades pasaron a denominarse «enfermedades prevenibles por vacunas». Entre ellas encontramos la viruela, el sarampión o la tos ferina.

En 1998, una revista médica de prestigio publicó un articulo que relacionaba la vacuna de la triple viral con el autismo en niños. Aunque este artículo resultó fraudulento y la misma revista se retractó de su publicación, el daño ya estaba hecho. El movimiento antivacunas comenzó a extenderse y, a día de hoy, tristemente, encuentra espacio en algunos medios de comunicación de relevancia.

Un ejercicio de responsabilidad individual y social

El cuestinamiento de las vacunas es peligroso. Obviamente no me refiero a cualquier cuestionamiento. Las investigaciones médicas y científicas siguen desarrollando nuevas vacunas, buscando la mejora en la efectividad de unas y la reducción de posibles contraindicaciones en otras. Pero la idea de que las vacunas son perjudiciales o innecesarias puede tener efectos devastadores.

Los humanos, como el resto de los animales, no somos solo potenciales infectados o inmunes a las enfermedades infecciosas que nos incumben. También podemos ser portadores, en muchos casos asintomáticos. Podemos no padecer nunca una enfermedad pero contagiarsela a otro y que, para este, sea mortal. No podemos obviar, en ningún caso, que los seres humanos vivimos en comunidad.

En medicina y microbiología existe el concepto de inmunidad de grupo. Este viene a decir que al vacunar, y por tanto inmunizar, a una parte de la población se genera de forma indirecta un escudo protector para la parte de la población que no está vacunada. Hay personas que no pueden ser vacunadas. Las que padecen enfermedades graves, las que están sometidas a tratamientos que disminuyen sus defensas (incrementando el riesgo de contagio de infecciones) o las personitas que son demasiado pequeñas como para recibir aún la vacuna. Además, existen personas en las que las vacunas tienen un menor efecto de protección. Con una población vacunada que las rodee, el riesgo es mínimo.

Otro concepto relacionado es el umbral de inmunidad colectiva. Éste es el mínimo porcentaje de población que debe estar vacunada para que funcione la inmunidad de grupo. Estos umbrales no son bajos. Los de la difteria y la rubeola se sitúan en torno al 85% y el del sarampión en torno al 94%. Esto quiere decir también que no nos podemos permitir, como comunidad, que las personas que no tienen ninguna contraindicación para ello no se vacunen. Habrá siempre un número de personas que esté expuesta, sin solución de vacunación, a enfermedades que en otros tiempos eran capaces de acabar con una parte importante de la población. Pero a estas personas no podemos sumarles aquellas que no reciben esta inmunidad por elección (propia o de sus padres) o por falta de recursos (aquí la sanidad universal es clave), porque podría situarnos bajo el umbral de inmunidad colectiva.

El imperio (invisible) siempre contraataca

Las enfermedades vuelven. Yersinia pestis sigue existiendo y sigue provocando muertes. El virus de la gripe española, recuerdo A/H1N1, amenazó hace apenas unos años en repetir la jugada de la pandemia y generó un gran caos y desconcierto. Las bacterias están un poco más controladas, pero los virus son otro cuento. No están erradicados y tienen una mayor capacidad de cambiar, de adaptarse. Especialmente si pueden experimentar en nosotros o nuestros semejantes. Esto provoca que haya vacunas que no sirven de un año para otro, como el de la gripe estacional de cada invierno. Además, viajamos. Podemos importar y exportar virus y bacterias a lugares donde la comunidad y sus sistemas inmunes no están preparados para el ataque.

Las noticias de aumentos de casos de contagio (y muerte) por enfermedades controladas como el sarampión están directamentamente relacionadas con la disminución de vacunaciones fomentadas por los grupos antivacunas. El problema es que estos enemigos invisibles no hacen distinciones, para ellos es cuestión de supervivencia. Si encuentran la forma, poco importará que seas francés, español, antivacunas, provacunas, fontanero o un reconocido pintor impresionista.

 

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