› A las puertas del Día Internacional de la Mujer recordamos la importancia de Almodóvar en la visibilización del género.

Sus protagonistas viven más allá de la gran pantalla. La transcienden. Olvidan sus guiones, adoptan las medidas con las que las cinceló su autor y, si te descuidas, se sirven un lingotazo de vodka y te dan el beso de las buenas noches. Cometen el pecado de memoria, incluso antes de imaginarlo; como quien ya ha mordido la manzana prohibida sin haberla arrancado de los árboles. Blasfeman igual que en las obras de Tarantino, pero su apariencia contraviene la fachada de un hombre duro. De una mujer dura. No calzan botas de espuelas oxidadas ni sostienen un palillo en la boca. Apenas disparan. Se saben locas, irracionables, contradictorias, atrevidas. Yo añado: también geniales. No reflexionan y, sin embargo, piensan. Y dudan. Sobre todo, dudan. Se nos atragantan sus penas como un catarro mal curado y encierran las nuestras en un grano de arena. Nos hacen temblar por dentro en esas épocas en las que estamos necesitados de sacudidas, aunque también, cuando se lo permiten, nos brindan la luz de un cuadro de Sorolla. Qué más queremos: son chicas Almodóvar.

Nadie como el director manchego ha sabido retratar la sensibilidad del género femenino; sus locuras, sus problemas, los asuntos le preocupan, que le atormentan. Y no solo de la feminidad en general, sino también de aquella en particular, porque a lo largo de su carrera el cineasta, poco a poco, ha conseguido reflejar en su obra a la mujer que aspira a convertirse en algo que nunca será, a la que cree en el amor, a la que se muere de celos, a la travesti, a la soñadora, a Pepi, a Luci, a Raimunda, a Elena, a la madre que jamás se fue, a la madre que lo hace todo por sus hijos, a su madre.

Cuidando hasta el extremo la verosimilitud de su carácter y sin dejar de reparar en lo que la hace común a sus predecesoras, ha hecho de cada uno de sus papeles femeninos una protagonista única y especial, llena de contradicciones y de aristas y obligada a mirarse a un espejo que la desnuda y que la identifica, en parte, con algunas de las piezas que componen a su creador. Además, a pesar de que sus relatos se cimienten sobre la gracia de lo irracional y el sinsentido de la locura, jamás inventa estereotipos demasiado ficticios o inverosímiles, sino que se aproxima al sentimiento personal de una mujer en concreto y lo hace universal.

Dado que construye filmes de lo que sabe, sin la absurda ambición de rodar historias cuyos detalles se le escapan, el manchego brilla en la redacción de unos guiones tremendamente trabajados en los que la palabra y, sobre todo, los diálogos cobran tanta importancia como, prácticamente, quienes las pronuncian. Su lenguaje, tan desgarrador como las canciones de Chavela Vargas, invita a la reflexión y a la introspección y, además, contribuye a dar identidad a estas mujeres manchadas de tantos matices que siempre tienen una historia que contar. No obstante, en su filmografía,y aquí se cuenta una de sus mayores virtudes como director- en ocasiones sobresale algo más potente que las palabras de sus actrices: sus miradas. Pienso en los ojos abandonados de esa Pepa de Mujeres al borde de un ataque de nervios que no soporta vivir en una casa perfumada de recuerdos o en los de Lena en Los abrazos rotos, que ahogan al lector en un mar de intensidad.

Por otro lado, el que fuera uno de los estandartes de la Movida, a quien no podríamos tildar de cineasta moralista, utiliza a sus personajes femeninos para expresar una idea que siempre apela a la justicia poética o, por lo menos, a lo que él considera que debería serlo. Sin embargo, sus mujeres, que matan, se drogan y se pelean, en contadas ocasiones podrían ser asumidas como modelos de conducta. Pero eso poco importa; lo que importa, de acuerdo con su ideario feminista, es que el ganador de dos Óscar prima de manera constante el “estar” sobre el “ser” en su representación de la feminidad. Frente a un cine que históricamente ha engrandecido la figura del héroe, Almodóvar ha hecho algo tan simple por la mujer como darle voz y, sobre todo, protagonismo: se trata de que aparezca, independientemente de quien sea. Asimismo, se ha preocupado por darle visibilidad durante todas sus fases vitales, sin olvidar, por supuesto, la etapa de envejecimiento que tanto se ha ignorado en el celuloide universal. Y, en este cometido, su gran musa, Chus Lampreave, lo ha bordado.

Las suyas son historias sobre chicas, sobre señoras. Violadas, desamparadas o desatadas, se baten el cobre para mejorar su situación inicial. Como -SPOILER- Gloria en ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, que termina librándose de la opresión que ejerce su marido sobre ella a lo largo de toda la película; como Pepa, que, cuando le ha salvado la vida a Iván, no vuelve con él porque ha alcanzado la madurez emocional de la que carecía al comienzo de Mujeres al borde de un ataque de nervios o como Julieta, quien, arropada por Lorenzo, se atreve a visitar a Antía. Dueñas de su destino, revierten su horror inaugural en aras de su propia supervivencia en una continua lucha entre el Eros y el Thanatos de la que a veces,  inevitablemente, salen mal paradas.

En esta industria que dice anhelar la igualdad y reclama más papeles femeninos de primer orden, Almodóvar ha puesto de relieve que, en su cine, el debate de cómo integrarlas a ellas en las producciones está resuelto desde sus inicios; que el debate, en todo caso, es cómo integrarlos a ellos, siempre a la sombra de las chicas ­–hay excepciones como Hable con ella, Carne trémula y La mala educación–. Resulta curiosa la bipolaridad de sus protagonistas masculinos: o son más malos que la quina o más buenos que el pan. Los primeros las condenan a esos abismos sentimentales, mientras que los segundos las recogen y las quieren ayudar en su personal reconstrucción y, ambos, a pesar de estar esculpidos con el talento de un genio, distan de la potencia que desprende la mayoría de los personajes femeninos que Almodóvar, cuando se pone, regala a los espectadores. Desde mi punto de vista, Raimunda (Volver) Mariana (¡Átame!) y Marina (Todo sobre mi madre) están a la altura (o por encima) de mujeres de incuestionable poder de atracción como Ana Ozores, Scarlett O ´Hara, Bianca Castafiore, Ana Karenina o –sí, la mitomanía– Merche Alcántara.

Parece el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, una buena ocasión para celebrar la presencia de estas protagonistas que toman decisiones -casi siempre erróneas-, se equivocan, nos sacan de quicio, nos caen mal, pero que existen y nos recuerdan a quienes conformamos el 51% de la población que somos alguien y que sabemos pelear, porque, parafraseando a Paco en La flor de mi secreto, no hay guerras comparadas con nosotras.

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