Una pareja vuela sobre lo infinito

El cine de Roy Andersson se puede incluir sin lugar a dudas en ese reducido grupo de cineastas que, una vez dan con un estilo, ya no pueden separarse de él. Desde la piedra de toque correspondiente, hasta la, con toda seguridad, muerte del autor (hablamos de muertes reales, no barthesianas), estos artistas explotan y depuran sus soluciones y tics formales y narrativos sin apenas mirar atrás. Es el caso, por ejemplo y recientemente, del finlandés Aki Kaurismaki, del húngaro Bela Tarr, o del desaparecido maestro iraní Abbas Kiarostami. Tiempo atrás, y en los antípodas estéticos de los ya mencionados, nos encontraríamos con un Ozu o un Bresson, auténticos forjadores de una poética totalmente reconocible y sin fisuras. Como puede apreciarse, todos ellos, aunque integrados en los cauces tradicionales de exhibición o distribución, transitaron o transitan territorios descubiertos por ellos mismos y explotados por todos.

En el caso de Roy Andersson, además, hay que señalar que el director sueco se vale, en su última etapa fílmica, de uno de los significantes que tan pronto encantan como repelen. Con el permiso del temido plano secuencia, auténtico eslogan vende-películas que hace las delicias de la crítica superficial e impresionista, los tableaux vivants atraen a propios y a extraños por su exotismo y excepcionalidad. Un componente exótico que no es tal si se estudia rápidamente la constante invasión y retroalimentación del cine con sus artes colindantes. Pero vayamos al grano. Andersson, que debutó en los 70 con Una historia de amor sueca, inició en el año 2000, con Canciones del segundo piso, la senda que conduce hasta su más reciente filme: Sobre lo infinito.

Tanto esta, hasta ahora, última obra, como la que inicia sus particulares relatos, y las otras dos películas que entran bajo el paraguas de los cuadros vivientes, La comedia de la vida (2007) y Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia (2014), comparten una serie de características. A grandes rasgos, todas se fundamentan por pequeñas viñetas de duración variable, normalmente autoconclusivas, formalizadas con planos generales de un espacio concreto, sin cortes ni movimientos de cámara y actuaciones tirando a hieráticas. Es más, muchos de los actores tiene la cara pintada de blanco, como si fuesen mimos que se salen de su papel. Un tono grisáceo y depresivo tiñe el color y la iluminación de estas vistas a momentos de vida, algunos absurdos, otros desgarradores, otros hilarantes, y algunos más insignificantes.

La profundidad de campo es máxima, el relato salta de localizaciones interiores a exteriores, de hogares y espacios privados a lugares públicos como bares y tiendas. Además, a esa sensación de teatralidad o pictoricidad que cobra vida se le une un aspecto artificial en los decorados, muchos de ellos retocados y completados con efectos digitales. En el caso de Sobre lo infinito, la historia se repite, pero con ligeras variaciones. El relato cobra la apariencia de un testimonio divino sobre las malogradas vidas de los habitantes de una ciudad: un cura que pierde la fe, un soldado a punto de ser fusilado, un hombre que llora junto al cadáver de un ser querido al que acaba de matar… La voz over de una mujer nos hace ver lo que ella ya ha visto: «vi a un hombre que…», «vi a una mujer que…». Una voz en el infinito, fuera de tiempo y lugar, omnisciente y omnipresente, que abre un agujero desde el cielo para que el espectador presencie a esos seres atrapados por la vida y por la muerte entre los cuatro lados del cuadro.

Porque en ese encierro del encuadre, del plano fijo, se resume la existencia de las criaturas de un Andersson implacable, representación cínica suavizada por la dulces palabras de la narradora. Lo infinito es allí donde puede pasar cualquier cosa, o puede no pasar nada. Por la quietud y la duración, tenemos tiempo para mirar detenidamente. Y para pensar que va a pasar algo, que ese algo no era en lo que debíamos centrarnos, y que al final ocurra algo que no sea nada. Como en una escena en la estación, donde la expectativa es negada, y posteriormente recuperada, para darnos cuenta de que lo que esperábamos no era nada reseñable. Otro abrazo más en un andén.

 

Normalmente los puntos de fuga de estos planos generales forman composiciones oblicuas, que expresan una fuga, pero no en línea recta, sino desviada. La vida es un camino torcido, salvo cuando aparece la muerte o la mentira, que sitúa a esos malogrados personajes en el centro. Es el caso del soldado capturado y atado a un palo en el centro compositivo. A este pseudo-crucificado, para más inri, se le reserva un pequeño terraplén diagonal que suaviza la frontalidad, pero de camino a esa salida hay un ataúd que rompe toda (falsa) esperanza. O el del hombre mayor preocupado porque un antiguo compañero no le saluda, pero que nos miente a cámara, en el medio, interpelándonos. En ocasiones, pese a la rectitud, no hay por dónde escapar, no hay dónde esconderse.

Dicho lo cual, el contrapunto audiovisual que hace de Sobre lo infinito un relato agridulce y abierto a una pequeña liberación, aunque esta sea expresada de manera tan fantasiosa y romántica, es esa pareja de amantes que sobrevuelan abrazados, ajenos al mundo y a la propia desgracia de la historia. Primero, con la cámara cercana, atravesando las nubes, intuimos que algo debajo de ellos oscurece y pone en peligro su vuelo. Después, con una lenta panorámica horizontal, con una escala mayor, que nos descubre la vista de una ciudad destruida, sobre la cual la pareja se deja llevar, como si se abstrayesen del infierno que evitan por los aires.

Hay mucho del ya mencionado Kaurismaki en esas lúgubres cafeterías, en esas incómodas citas. También del Hopper más urbano. E incluso del Bill Viola más clásico y narrativo, con esas grandes instalaciones en casas y entradas de edificios. El fuera de campo fílmico, como nuestro fuera de cuadro real, de momento no existe. En este sentido, la cercanía de este filme, y el momento de su estreno doméstico (disponible en Filmin) traza un paralelismo con el confinamiento de los últimos (y quién sabe si venideros) meses. Esa libertad parcial, que nos permite movernos a voluntad en un espacio simbólico cerrado, nos invita a pensar que ojalá la cámara se mueva, los planos se multipliquen y se monten entre sí. Ojalá todos podamos volar pronto por el cielo como esa pareja celestial. Ojalá, en definitiva, este cuadro que nos toca vivir no verse sobre lo infinito.

 

 

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