El día ha llegado: este jueves los jóvenes protagonistas de Cuéntame cómo pasó se dan el «sí quiero». Lo suyo les ha costado. 

A Carlitos y a Karina, más que nada en este mundo, su amor les ha dolido. Casi los ha maltratado. En virtud de un querer desmedido, la trampa mortal de las parejas ha agrietado sus rincones, surcándolos de heridas tan profundas como las del viejo olmo de Machado. Y, sin embargo, torturados por el mismo afecto que los mantiene con vida, amenazados por un sentimiento de doble filo, Carlos y Karina son, en sí mismos, una tierna combinación de extremos: la que brota entre quienes se quieren más allá de la verdad –como si esta existiera–, que dignifica la imperfección de cualquier alianza y asume la diferencia como requisito para el acuerdo.

A lo largo de la serie, se han separado, se han arrejuntado, se han gritado y, también, idolatrado, pero, por encima de todo, se han echado de menos. El Carlos más total existe cuando es Karina quien lo imagina. Sin ella, se sabe finito, menos cierto, como un hombre lleno de invierno que sueña con domingos resplandecientes. Por eso el protagonista de Cuéntame cómo pasó tenía que ser escritor: de la soledad del ser humano han nacido las mejores líneas.

A veces, la mayoría, no fueron capaces de estar juntos. A él le perdieron las chicas, un clásico entre los hombres Alcántara; a ella, tan independiente y autónoma, el miedo a la vulnerabilidad, a la dependencia. Y a ambos, un amor sin parangón que en el pasado pesó menos que sus necesidades personales, lo que provocó un distanciamiento emocional que, en contraste con su cercanía física, –ambos eran vecinos–, se ha reducido con el tiempo: cada personaje ha necesitado cometer sus errores para asumir la realidad de sus sentimientos.

La historia entre el “heredero” y la auténtica mujer de su vida –y mira que ha habido varias– se sostiene en instantes. El primero, cuando se conocieron: el chinazo en la cabeza de Karina a Carlitos, flechazo en realidad, sería el primero de una serie de recuerdos imborrables, de primeros tragos que ninguno de los dos podría olvidar. Los celos, las miradas disimuladas en la escuela, las noches de desenfreno en un camión de mudanzas o los besos; estos chavales se han dado el lote cachalote sin parar, como respuesta a ese deseo irrefrenable que, no obstante, siempre ha concurrido con un sentimiento más profundo y menos carnal.

El tiempo ha pasado por ellos. Han aprendido a quererse, a tratarse. En estas dos últimas temporadas, la llegada de la pequeña Olivia ha puesto a prueba la estabilidad de una unión que se movía en la excitación de un viernes, en la agitación del “aquí te pillo, aquí te mato”.  El mar de apasionado oleaje en el que ambos se zambullían sucumbía, así, ante la bañera del hogar. La madurez vencía a la juventud. Pero ellos, como han podido, han resistido. Cada uno a su manera: las siluetas de Karina y Carlitos poseen un relieve tan marcado que, en sintonía, conforman una pareja que no difumina las características propias de sus dos integrantes, sino que las potencia.

Su especial relación, fraguada entre visillos, se manifiesta en lo lingüístico: cuando están juntos parece que hablaran un idioma propio que nadie más puede entender. Y en lo psíquico: se adivinan de memoria. Lo mismo les sucede a sus actores. Surge entre Ricardo Gómez y Elena Rivera una suerte de diálogo interno que hace las delicias del espectador, familiarizado con parejas de actores que coinciden en dos o tres temporadas y que, por ende, no atesoran la complicidad forjada entre los miembros de una serie tan longeva y cocinada a fuego lento como la decana de Televisión Española. A Gómez y a Rivera, quienes han decidido suspender su participación en Cuéntame…, los une no solo esta historia; también un talento innato por la interpretación y su mirada certera, que firma un pacto emocional con la audiencia.

Después de todo, Karina y Carlos han decidido apostar por el “contigo” antes que por el “sin ti”,  con la incógnita de si su idilio soportará una vez más las consecuencias de su propia paradoja febril. Yo diría que sí. Para que haya un extremo tiene que haber otro.

 

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