En plena pandemia, muchos llevamos tiempo sin ir al cine; ya sea por la falta de estrenos, las dificultades que plantea o el miedo.

Hola, me llamo Lucía y llevo 161 días sin ir al cine. “Hola, Lucía,” –os toca contestar, al unísono, a vosotros– ¿estás bien?”. Que si estoy bien: me siento como en una película de Haneke. “Tranquila, en Cinéfilos Anónimos te ayudaremos”, deberíais consolarme. “Hablarlo te calmará”. No, no necesito hablarlo; necesito algo más fuerte: un parche, terapéutico como una comedia romántica, un chicle con sabor a palomitas. Necesito un jarabe, tan agresivo como una escena de Tarantino, una terapia que suene a banda sonora. Recreándoos en un dolor de película, continuaríais con tono flagelante: “Cuéntanos: ¿qué es lo que echas de menos?”.

Todo: contar los días que faltan para el estreno de una historia de Almodóvar y comprar, hasta entonces, todas las revistas en las que ha concedido una entrevista. El apagado de luces, los anuncios iniciales y, por supuesto, los títulos de crédito. Terminar la semana en el cine. También, comenzarla. O esa sensación de inmortalidad mientras el mundo se derrumba y tú, a oscuras frente a esa enorme pantalla, te ausentas durante dos horas de los Telediarios, las citas con el dentista y las conversaciones por cortesía en el ascensor, inmerso en una de esas películas made in Hollywood en la que no existen las hipotecas ni los “ti” con tilde y la gente vive en pisos sin gotelé con una isla en la cocina. Y, de pronto, encuentras tu vocación en la vida y sientes que todos los poemas hablan de ti, que todas las grandes producciones del ser humano se crearon pensando en ti.

Añoro, asimismo, la libertad absoluta en cada elección: cuando, desterrado del mundo de los adultos, decides colarte en un estreno de niños para reír y moquear tanto como ellos, en un agridulce reencuentro con los fantasmas de tu pasado. Y esas veces, en las que, alimentando tu vocación antisistema, burlas el cine comercial para ver una película sin apenas espectadores en la sala más pequeña de todas cuanto conforman ese paraíso por secciones, en las que convivimos todos pacíficamente: futuras parejas que recurren a una primera cita clásica, matrimonios que ya no tienen ganas de hablar, frikis militantes, señoras que se reúnen los sábados antes de ir a Vips. Allí, donde la música parece de cámara, todos, aun sin conocernos, nos reconciliamos como seres humanos ante una experiencia única durante la que somos iguales.

Para mí, el cine es toda una liturgia; también lo que viene después: comentar con JP lo que hemos visto mientras comemos una hamburguesa, disfrutando más el cineforum que la propia película, o reflexionar con mi madre sobre la vida, la muerte y el vino, tras habernos tragado un drama existencialista. Después, ya en casa, buscar las críticas que ha recibido la obra y enorgullecerme de mi criterio artístico si coincido con Boyero o poner en entredicho el suyo si disentimos.

En fin, que me canso de hablar: ¿Tenéis alguna solución? “Ninguna”, pensaréis: “El amor al cine no tiene cura”.

 

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Un comentario en «Cinéfilos Anónimos»

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