Decir que la frontera es un espacio recurrente en el cine mexicano contemporáneo puede resultar incluso redundante. De uno de los episodios más memorables de Babel (Alejandro González Iñárritu, 2006) a Los lobos (Samuel Kishi, 2019), pasando por Sin nombre (Cary Joji Fukunaga, 2009), La jaula de oro (Diego Quemada Díez, 2013) o Desierto (Jonás Cuarón, 2015), el territorio fronterizo es el marco de un sinfín de historias sobre el conflicto migratorio entre México y los países de su entorno (Estados Unidos, y en menor medida Guatemala y Honduras). Mientras que el cine de Hollywood ha utilizado la frontera México-USA como escenario de películas sobre crimen y narcotráfico—ahí están Traffic (Steven Soderberg, 2000) o Sicario (Denis Villeneuve, 2015)—la cinematografía mexicana ha tratado de subvertir este estereotipo, optando en su lugar por mostrar la crisis humanitaria que resulta del conflicto fronterizo. En este sentido, la frontera ha sido objeto predilecto de un cierto cine social, de corte humanista, volcado en dar visibilidad al drama que viven miles de personas en su búsqueda de una vida mejor.

Desde puntos de vista muy diferentes, es curioso como tanto el cine de Hollywood como las producciones mexicanas comparten una percepción negativa de la frontera, representada siempre como un lugar de conflicto. Una visión sin duda próxima a la realidad, pero que muchas veces ignora la doble naturaleza de la frontera: es una línea que divide, pero también tiene el potencial de unir, de establecer nexos entre los dos lados. Dos películas mexicanas, presentadas dentro de la sección Horizontes Latinos de la 68 edición del Festival de San Sebastián, apuntan a esta ambigüedad inherente a la frontera. Dirigidas por dos jóvenes cineastas, tanto Sin señas particulares (Fernanda Valadez) como Selva trágica (Yulene Olaizola) suponen un retorno al espacio fronterizo como marco para sus historias.

La primera, situada en el México contemporáneo, aborda el drama de una madre que busca a su hijo, desaparecido en la frontera cuando intentaba cruzar a Estados Unidos. La segunda nos traslada a otro tiempo—los años 20—y a otra frontera—entre México y lo que ahora es Belice, entonces colonia inglesa—para narrar la deriva de un grupo de mexicanos que trabajan en la selva Maya recogiendo chicle. Una de forma explícita, y la otra a través de una narrativa más elíptica, ambas películas dialogan con la tradición fílmica que las precede, y proponen repensar desde una óptica novedosa (para la que el componente femenino, diría yo, es clave) el poder de la frontera para unir, así como para subvertir el status quo social.

Sin señas particulares

Sin señas particulares se abre con una secuencia que ya evidencia la mayor virtud de la película: su capacidad para contar en imágenes. A través de dos ventanas, encuadradas de forma que el centro del plano lo ocupa un hueco entre ellas, vemos al hijo de Magdalena andar hacia su casa, para comunicarle a su madre su decisión de cruzar a Arizona con un amigo. En un punto, el niño queda encuadrado por el hueco de las ventanas (ver imagen abajo), una frontera simbólica que enmarca al joven y que revela su destino en la película: no llegará al otro lado, y por tanto Magdalena (Mercedes Hernández) se verá envuelta en una búsqueda desesperada por conocer el destino de su hijo. Con plena confianza en capacidad narrativa de la imagen, y esto es algo recurrente en toda la película, Valadez construye cada encuadre con sumo cuidado, volcando el peso de la narración en el poder evocador y significador del plano. La cámara acompaña a Magdalena en una suerte de road movie por distintos espacios fronterizos, sabiendo siempre sacar el máximo partido al componente visual de la película.

Imagen 1. El plano inicial de Sin señas particulares.

Es así cuando su destino se cruza con el de Miguel (David Illescas), un joven que realiza el mismo viaje, pero en sentido opuesto. Ha sido deportado de Estados Unidos, y a su vuelta a México se encuentra con un país totalmente cambiado. Narrativamente, la película opta por introducir la línea dramática de Miguel antes de que se cruce con la trama principal. En un largo plano secuencia, vemos a un joven que recorre a pie las instalaciones fronterizas americanas, hasta que es forzado a abandonar el país. En el trascurrir temporal del plano, el espectador es obligado a preguntarse quién es ese chico, qué tiene que ver con Magdalena y cómo encajará en el devenir de la película. Esta decisión narrativa, mucho más que si el personaje apareciera sin una presencia previa, enfatiza la idea de la frontera como espacio en el que convergen cientos de caminos. Permite que el espectador salga de su posición de identificación con la protagonista, y se cuestione así la existencia de otras muchas historias iguales o similares a la que la película decide contar.

Es en el encuentro entre Magdalena y Miguel donde la frontera revela su lado más humano, su condición de tejido conector. La maldad, la explotación y la barbarie no son ignoradas por la película—muy al contrario, son la materia prima de la secuencia más arrebatadora de la cinta—pero no componen la única cara del territorio fronterizo. La frontera hace aflorar lo peor, pero también lo mejor de algunos seres humanos. Magdalena encuentra varios personajes secundarios a lo largo de su viaje que actúan de buena fe. De todos ellos, Miguel es el que tiene mayor presencia, y el de mayor carga simbólica en la relación que se establece entre ambos. En la frontera entendida como un mundo al revés—una idea presente a través de imágenes del paisaje invertido 180 grados—Miguel ocupa el lugar del hijo perdido por Magdalena, mientras que ella ejerce como una figura maternal que él también ha perdido. Esta suerte de unión, generada en las circunstancias más adversas, termina por ser una ilusión en el desenlace de la cinta. Sin embargo, demuestra que Sin señas particulares entiende la doble naturaleza del espacio fronterizo y, sobre todo, es capaz de expresarla a través de un lenguaje visual muy poderoso. Gracias a esta capacidad, la película se eleva por encima de la tradición de cine de frontera que la precede. Lo que pudo ser una historia más sobre el conflicto migratorio entre México y Estados Unidos, emerge como uno de los relatos más completos e inteligentes en retratar esta situación.

Selva trágica

Selva trágica está muy lejos de esta vertiente social del cine mexicano. Olaizola no persigue un cine de denuncia, ni trata de reflejar una problemática social de forma explícita, aunque no por ello sus inquietudes dejan de ser plenamente actuales. De hecho, en una maniobra elíptica, la película propone un acercamiento a un pasado a priori distante—años 20, la expedición de un grupo de trabajadores en la selva maya—para reflexionar sobre la frontera y la relación del ser humano con el medio ambiente, dos realidades urgentes en el continente americano. La película se aproxima a la frontera entendida desde una perspectiva casi mítica, abstracta, y la identifica con la selva a la que alude el título. A un lado y a otro de esa frontera se sitúan mexicanos e ingleses, enfrentados entre sí, pero con la explotación de los recursos naturales de la selva como objetivo común. Ambos lados comparten, también, el deseo por dominar y poseer a Agnes (Indira Rubie Andrewin), el único personaje femenino de la película, una joven beliceña que es secuestrada por los trabajadores mexicanos cuando huía de su captor inglés. El discurso de la película, en este sentido, no se establece tanto en torno al conflicto México-Inglaterra, sino más bien en la dialéctica naturaleza vs. hombre, en la que lo femenino—a través del personaje de Agnes—juega como un aliado de la propia selva.

Selva Trágica, de Yulene Olaizola

La selva/frontera se reivindica en el desarrollo de la película como una fuerza capaz de resistir los envites de los hombres que tratan de dominarla. Se convierte en la protagonista de la historia gracias a una atmósfera inmersiva, generada por la atención visual al paisaje y, sobre todo, por un énfasis en el sonido que recuerda a lo mejor del cine de Apichatpong Weerasethakul. Pese a lo críptica que puede resultar a ratos la propuesta, hay en ella un claro discurso medioambiental, y por supuesto una visión muy concreta de la frontera como espacio fílmico. La frontera es una vez más territorio de conflicto, pero a su vez se revela como un lugar en el que la unión es posible—entre la propia selva y Agnes—y en el que se subvierten los códigos explotadores y machistas que rigen la civilización. De alguna forma, la frontera se percibe como un espacio de oportunidad, en el que la feminidad, de la mano de la naturaleza, se rebela contra el status quo. Creo que este no sólo es un acercamiento feminista a la frontera, sino que también es uno sin precedentes en la cinematografía mexicana. Desde un enfoque que parece muy alejado de la realidad más inmediata, quizás Olaizola alumbre una de las visiones más novedosas de la frontera en el cine reciente, aunque su falta de progresión narrativa dejará a muchos espectadores fuera del juego que propone.

Desde opciones estéticas muy dispares, es interesante comprobar cómo Sin señas particulares y Selva trágica, de alguna forma, dialogan entre sí a cuenta del espacio fronterizo. La frontera se reivindica otra vez como un elemento central en el cine mexicano, que con toda seguridad volverá a figurar en muchas de las historias que se rodarán en el futuro. Estas dos películas, sin embargo, demuestran que es posible ir más allá del tópico, y repensar la frontera, desde una mirada femenina, para explorar todas sus contradicciones. Cuando el cine made in USA tiende a simplificar el conflicto fronterizo, es casi una obligación para el cine latinoamericano—con México a la cabeza—abrir nuevos horizontes en la representación de la frontera.

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