“A través del cartón piedra se puede contar algo verdadero. No me opongo al realismo: hay sitio para todos y todos dicen la verdad. Lo importante es la sinceridad de la intención, no tratar de provocar emociones con efectos básicos. Cuando ya son efectos de más nivel, funciona. En eso el cine se parece a la magia y al circo.” Así definió Paolo Sorrentino su acercamiento al cine, según las declaraciones recogidas por RTVE, en la clase magistral que impartió en el pasado Festival de San Sebastián. El cineasta italiano presentó Fue la mano de Dios, su último largometraje, dentro de la sección ‘Conversaciones’ del certamen. La cinta, producida por Netflix y con una referencia explícita a Maradona en su título, llegaba al festival donostiarra tras su exitoso paso por Venecia (al igual que Spencer), donde se alzó con el Gran Premio del Jurado y el premio al mejor actor emergente. Netflix, Maradona y Sorrentino: tres ingredientes que convertían a la película en uno de los highlights de la programación.

La película es la incursión de Sorrentino en el género autobiográfico. Siguiendo la estela reciente de Alfonso Cuarón en Roma (2018), Pedro Almodóvar en Dolor y gloria (2019), o Kenneth Branagh en Belfast (2021), el cineasta vuelve a su adolescencia en el Nápoles de los años 80—el momento en el que Maradona ficha por el equipo de la ciudad italiana—para contar la historia de Fabietto (alter ego del director) y su entrada (forzada) en la vida adulta. La película tiene dos mitades claramente diferenciadas, una más luminosa y otra más oscura, pero ambas están unidas por esa concepción del cine que Sorrentino defendió en la clase magistral. Efectivamente, Fue la mano de Dios es fiel a la identidad del cineasta italiano en su apuesta por el “cartón piedra” como clave narrativa; es decir, por una artificialidad—en las situaciones, el humor, la estética—que choca con un género, el autobiográfico, a priori muy vinculado a la verdad realista. “La realidad es mediocre”, se escucha en un momento de la película, y esa es la premisa de la que parte Sorrentino: aunque basa su historia en hechos reales de su propia vida, estos se cuentan de las formas más rocambolescas y artificiosas imaginables.

En sus anteriores películas, el enfoque de Sorrentino me fascinaba en su derroche visual, pero a su vez me impedía una verdadera implicación emocional. Como diría Risto Mejide, sus películas (o al menos la mayoría de ellas) tenían un efecto consolador: eran perfectas en la ejecución, pero frías en el sentimiento. La sorpresa con Fue la mano de Dios es que, sin perder la genialidad visual que caracteriza al italiano, la película es capaz de emocionar. Sorrentino encuentra el equilibrio exacto entre estética y emoción, humor y drama, artificialidad y verdad. Para algunos, que sea su película más “accesible” será un fallo más que una virtud. Para mí, es un giro que su cine necesitaba como agua de mayo, y que no implica una cesión ante las presiones del gran público. Al contrario, su sello sigue siendo 100% reconocible, pero, quizás por ser su obra más personal, esta vez consigue hacerte reír, llorar y disfrutar a partes iguales.

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