Contra todo pronóstico—las quinielas hablaban de Madres Paralelas o de El último duelo como opciones posibles—Spencer fue la película sorpresa del Festival de San Sebastián. El último largometraje del cineasta chileno Pablo Larraín, presentado a competición en el pasado Festival de Venecia, puso la guinda a la excelente programación del Zinemaldia de este 2021, certamen en el que el cineasta ya había exhibido anteriores trabajos, como Ema (2019) o El club (2015). Una perla en mayúsculas, aunque fuera de la sección, Spencer está protagonizada por Kristen Stewart, que interpreta a una Diana de Gales a punto de romper con la familia real británica. Ahora que se acercan las fechas navideñas—la película transcurre en la finca de Sandringham, donde toda la familia pasa el fin de semana de Navidad—Spencer ha llegado a los cines españoles de la mano de la distribuidora Diamond Films.

Spencer es la tercera incursión de Larraín en el género del biopic tras Neruda y Jackie, ambas estrenadas en el año 2016. Tanto en el caso del poeta chileno Pablo Neruda, como de la ex-primera dama de Estados Unidos Jackie Kennedy, Larraín se acerca a sus personajes como exactamente eso, personajes, y no como figuras históricas. Lo que le interesa es el mito que los rodea, más que la fidelidad a los hechos reales, y desde esta perspectiva juega conscientemente con las fronteras entre ficción y realidad, entre lo que fue y lo que pudo ser. Entiende el biopic como una oportunidad para deconstruir el mito, aunque eso suponga tomarse plenas licencias con la verdad histórica.

Spencer responde exactamente al mismo planteamiento. Más allá de saber exactamente qué paso entre bambalinas en la relación entre Diana de Gales y la familia real, Larraín parte de una poderosa idea del mito de Lady Di—una mujer asfixiada por el peso de una institución que no le permite vivir—y la explota narrativamente con total libertad. Desde la construcción del plano, al uso de la banda sonora, a las situaciones narrativas planteadas, todo está al servicio de una idea: transmitir la opresión de una mujer que está hasta el mismísimo **** de todo lo que le rodea.

Es ese despliegue visual—la película es, seguramente, una de las más apabullantes en lo formal que yo he visto en mucho tiempo—lo que termina por lastrar la propuesta. Larraín lo juega todo a una idea, pero más allá del concepto no hay un desarrollo hacia lugares demasiado sorprendentes. La película dura 116 minutos y, sin embargo, no hay una progresión narrativa que justifique las casi dos horas de metraje.

Pero da igual, al menos a mi juicio. Qué más da que Spencer no profundice en las implicaciones de lo que propone, cuando te regala la versión de la historia con la que soñaste (aunque no fuera exactamente así): Lady Di pirándose de la cena de navidad, escapándose de los escoltas cada dos por tres, y rajando de su suegra porque (ojo, mi detalle favorito) en el palacio hace un frío que pela. Sí, la ilustre familia real británica no pone la calefacción. Al final, Spencer es una cena de navidad cualquiera: tu suegra es una estirada, tu marido pasa de todo, y tú solo tienes ganas de huir y ponerte el pijama. Puede que la película se quede en la superficie, pero eso la hace aún más disfrutable. Una vez más, Larraín deconstruye el mito a través de la ficción para recordarnos que el cine tiene el poder de subvertir, e incluso mejorar, la realidad.

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