Lo confieso: a veces me pienso que conozco a Woody Allen. Después de haber visto (y disfrutado) más de veinte películas suyas, en momentos de debilidad (y de inspiración) lo considero un amigo, e incluso me tomo la confianza de llamarlo Wood. Me imagino su vida, la reconstruyo. Lo visualizo limpiando su clarinete un miércoles cualquiera o escribiendo su próximo guion con una vieja Underwood que compró de joven en algún mercadillo de segunda mano y que ahora vive sus últimos días. Fantaseo con sus amigos, con los compañeros de batallas que siempre lo felicitan por su cumpleaños en contra de su voluntad, y con su mujer, quien, cuando la sensibilidad de su mirada miope se trueca en tozudez, lo llama idiota.  Es cierto: a veces me pienso que conozco a Woody Allen. Pero no es así. Él no sabe quién soy ni yo, aunque me niegue, sé quién es. Por eso no puedo juzgarle. Por eso me es imposible denostar su (increíble) trayectoria y exigir el final de su carrera. Las certezas que atesoro de su personalidad se asoman a través de las rendijas por las que el bueno de Wood filtra su vocación autobiográfica en cada uno de sus filmes. Proceden también de lo (mucho) que he leído en sus entrevistas y biografías y de lo que he escuchado en sus documentales. Por otro lado, mi parecer respecto a las acusaciones que lo tachan de pederasta se sustenta en los hechos. A ellos me acojo cuando la opinión pública, como siempre imparable y avasalladora, lo somete a ese proceso de purga, de persecución inquisitorial, en los que se cree con legitimidad para condenar a todos sus hijos descarriados.

¿Y cuáles son los hechos? Se remontan a principios de 1992, cuando Mia Farrow, compañera del director tras más de diez años juntos, descubrió a su hija Soon- Yi desnuda en unas fotos realizadas por su pareja. La joven no era la hija ni la hijastra de Allen: fue adoptada por Farrow durante su anterior noviazgo con el músico André Pevin. En aquella época, cuando Farrow se topó con esa decepcionante revelación, la actriz y el cineasta no vivían juntos y Allen no mantenía una relación paternofilial con quien cinco años más tarde se convertiría en su esposa hasta hoy. Lo que a continuación sucedió resulta tan asombroso como descorazonador: la musa del neoyorkino estalló y, con ella, la estabilidad de toda su familia. En San Valentín, la intérprete regaló a Allen una tarjeta con una fotografía en la que aparecían ella con sus hijos y un mensaje: “Usaste a mi hija y perforaste mi corazón cien veces en lo más hondo”. La frase se completaba con un montaje material que evocaba a la Virgen de las Angustias atravesada por los siete dolores: en los corazones de sus hijos pinchó agujas y el suyo propio estaba atravesado por un cuchillo cuyo mango se hallaba envuelto en una de las instantáneas de Soon – Yi desnuda que Farrow había recogido.

En otra ocasión, Mia rompió la ventana de Allen y dejó una nota en la que anunciaba su suicidio. Sin embargo, lo peor, por su carácter premonitorio, se lo encontraría el neoyorkino en la puerta del baño. En ella, durante el cumpleaños de Dylan Farrow, la hija que Allen y ella habían adoptado en 1985, la protagonista de La rosa Púrpura del Cairo pegó un cartel que anunciaba: “Cuidado con el pederasta. Ya se aprovechó de una hermana, ahora va a por la más pequeña”, según sostiene la niñera Kristine Groteke en el libro Woody and Mia. Después de numerosas amenazas al cineasta por parte de Farrow y de su círculo ­–su expareja Frank Sinatra lo desafió­–, ocurrió: en agosto, la artista acusó al padre de Annie Hall de haber abusado de Dylan.

No obstante, antes de obedecer los cauces oficiales, antes de contactar con la policía, la actriz grabó en vídeo una entrevista con la niña de siete años, que antes de ser entregada fue editada y, según el denunciado, manipulada. El estado de Connecticut y el de Nueva York abrieron una investigación. Tras medio año de análisis, el personal del hospital Yale-New Haven rechazó la existencia de abusos sexuales y Allen superó la comprobación del polígrafo, a la que se prestó voluntariamente a diferencia de Farrow, que no la hizo. Ante la ausencia de pruebas concluyentes, el departamento de servicios sociales de Nueva York, catorce meses después de la denuncia, desestimó el caso, por lo que Allen nunca llegaría a juicio. Las acusaciones se consideraron infundadas, aunque el fiscal de Connecticut, Frank Maco, declaró que no culparía a Allen para no perjudicar a la menor a pesar de poseer una causa probable contra él, pero nunca reveló cuál era. Los expertos implicados en el asunto atribuyeron el testimonio de la niña a dos posibilidades. Por un lado, podría haber sido creada por la mente de la cría en un momento de tensión. Por otro, su madre podría haber influido en la creación de dicha escena.

Sea como fuere, la realidad actualmente sólo es una: el ganador de cuatro Óscars está siendo abocado a una suerte de muerte artística por quienes en su día soñaban con trabajar con él. Colin Firth, Ellen Page… han sido contagiados por la onda expansiva que ha supuesto la bomba #Metoo y hoy, un cuarto de siglo después de la denuncia, sin la irrupción de nuevas informaciones ni de ninguna otra prueba, se muestran arrepentidos de haberse puesto en manos del director como si se acabaran de enterar de lo ocurrido.

¿Qué ha cambiado en todo este tiempo? La atmósfera. En los noventa, la sociedad se escandalizó en mayor medida con el idilio entre el cineasta y Soon-Yi, separados por más de veinte años, que con la acusación que planeaba sobre su persona de haber abusado de su hija. Sin embargo, últimamente, movimientos como el #Metoo han precipitado que Hollywood, ese oasis de moralidad, esté dando la espalda a uno de sus miembros de mayor reputación. Logrando que cualquier acusación adquiera la categoría de hecho probado, estas corrientes de denuncia muchas veces con sus gritos desmedidos cristalizan tendencias contrarias a sus fundamentos: en lugar de provocar que las víctimas sean escuchadas, toman como verdaderos todos los testimonios inculpatorios, olvidando que el sistema judicial, que en ocasiones falla ­–en ambos sentidos­–, debe atesorar un sustento real. Si no, estamos perdidos.

Y, entretanto, aquí todo el mundo se sube al carro. Son tiempos de denuncia y de hashtag. De talante más que de talento. Allen se ha convertido en la imagen de un sistema opresor que tiraniza a muchos de sus integrantes, quienes, paradójicamente, poseen los poderes y la legitimidad de un juez, un abogado o un Dios para sentenciarle por sus Delitos y faltas, basándose en una obra (genial) en la que abunda lo políticamente incorrecto, como si, por la misma regla de tres, Tarantino pudiera ser culpado de psicópata y Copola, de mafioso. O de importador de aceite de oliva.

Lo confieso: a veces me pienso que conozco a Woody Allen. Pero no es así. Y por eso no puedo juzgarle. De la misma forma que tampoco sospecho de la vida privada del médico, basurero e ingeniero que intenta cumplir con su trabajo y  no ha sido enjuiciado. Porque, al final, la obra, si es buena, transciende a su autor. Y Manhattan siempre trascenderá a Wood. Aunque nos cueste reconocerlo.

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