Alerta: solo para frikis

Al principio fue el Verbo. Después, todo lo demás: la luz, la vida, los nombres de las cosas. Las palabras nacen, desaparecen o, como la materia (y el amor), se transforman. Pero la Palabra siempre existe. En su inmortalidad sobrevive contra los envites del tiempo, los discursos de los políticos y Telecinco, mientras formaliza en un orden expresivo la aspiración por devolver al mundo la claridad que nos prometieron. Aunque constituye un valor universal, la hacemos nuestra: al patrimonio heredado, le añadimos algo propio. Sin embargo, pese a su poder totalizador, que le permite habitar en todos nosotros, hay un lugar donde se siente más libre, menos servicial y sin complejos: la (buena) literatura.

Allí, sobre todo a partir del Romanticismo, cuando el arte moderno ignora la función mimética del arte que preconizaron ya los clásicos griegos, el lenguaje se despoja de su responsabilidad suprema de comunicabilidad, de utilidad y de servidumbre, y transgrede el universo circundante para traducir otro intangible: aquel que brota de la imaginación artista. Así, la singularidad de lo literario, tan estudiada por el Formalismo ruso, reside en sus intenciones. O, ciertamente, en aquello que no busca.  Como formula Kant: “Solo puede ser bello aquello que no sirve para nada”. Su libertad para no remitir a lo real posibilita la invención de un mundo ficcional que se expande sin las ataduras del tiempo y del espacio.

Esta facultad creadora atribuye a la literatura un valor semántico que, para materializar sus metas, se nutre de su propia voluntad formal: fondo y forma se funden con el propósito de transmitir ideas por medio de una expresión estética.

¿Pero cómo se logra la expresión artística? El lenguaje literario, al igual que sucede en otros lenguajes artísticos, está constituido por una serie de convenciones, y por una práctica que lleva consigo la explotación preferencial de unos mecanismos lingüísticos sobre otros. En mi humilde opinión, hay, entre todos, uno imprescindible: escribir bien consiste en conocer la norma, y saber cómo superarla.  Dado que la lengua es un sistema limitado, constreñido a un número concreto de fonemas, reducido a un conjunto de reglas, el desafío del escritor es ese: ir más allá. Frente a la preceptiva lingüística, fundamental para la automatización de los idiomas y la consecución de su principal cometido -la comunicación–, la literatura logra sus deseos a pesar de las propias palabras, porque apela a lo inaudito, a lo original. Un texto es, en realidad, una forma de insurrección.

Que no se me entienda mal: lo que diga la Santa RAE va a misa. Conocer la lengua, mediante la lectura, es lo primero. Solo a partir de esa formación el literato puede hacer uso de ciertos instrumentos insólitos en la conversación cotidiana que juegan con el lenguaje sin pervertirlo, buscándole las cosquillas. Un ejemplo claro, la puntuación. En principio, la coma, al decir de la Academia, “delimita unidades discursivas inferiores al enunciado, como algunos tipos de oraciones y grupos sintácticos”, mientras el punto “señala el final de un enunciado, de un párrafo o de un texto”. Sin embargo, la distinción entre uno u otro signo puede variar en función de otras características de las que dotar al mensaje, como letanía, ansiedad o rotundidad, aunque respetando algunas máximas, como la no inclusión de coma entre sujeto y predicado.

Sin duda, los caminos de la Palabra son inescrutables: no existen pautas inamovibles para escribir bien, ni un manual de autoayuda para componer una novela de prestigio. Si fuera así, todos podríamos ser Premio Planeta y quien firma estas líneas sería García Márquez. Y no, no lo soy: yo adoro a Vargas Llosa. Sobre todo ahora, que está con la Preysler.

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