Pocos cineastas son capaces de generar la expectación que acompaña un nuevo estreno de Pedro Almodóvar. Cada nuevo largometraje de nuestro director más internacional se convierte en un evento en sí mismo, y genera una presencia en prensa (a través de artículos, críticas, entrevistas, opiniones) con la que soñaría cualquier filme. El problema es que, cuando te dispones a escribir sobre Dolor y gloria, su nuevo largometraje, te das cuenta de que queda muy poco que decir. Se ha repetido ya hasta la saciedad que es su película más autobiográfica y personal, en la que el cineasta se abre en canal; que su dirección de actores es excelente y que Banderas está increíble; que completa una trilogía, junto a La ley del deseo (1987) y La mala educación (2004), sobre el deseo y la ficción… en definitiva, cuesta encontrar lecturas que puedan aportar, en lugar de repetir o reformular, nuevas ideas al debate sobre la película.

En esa compleja búsqueda, he recordado un artículo que leí hace un tiempo sobre las mujeres en el cine de Pedro Almodóvar (enlace al texto completo, aquí). Su autor, Daniel Mendelsohn, explicaba que a lo largo de los años el cineasta español había dejado atrás algunos de los rasgos que identificamos como “almodovarianos” (las tramas enrevesadas, el ritmo frenético, la estética exuberante, las pasiones desbordadas que desembocan en tragedia…) para dejar paso a una mayor sutileza emocional y una estética más controlada y efectiva. Esta transición, sin embargo, se había producido vinculada a los universos femeninos (Todo sobre mi madre, Volver) pero nunca a los masculinos. En efecto, si revisamos las películas más masculinas de su obra reciente (La mala educación, La piel que habito), en ellas encontramos esos elementos “almodovarianos” por definición: suplantaciones de identidad, cirujanos neuróticos, narrativas imposibles, estéticas estridentes, y hasta una violación protagonizada por un tigre. Por su riesgo y sus excesos, son quizás las cintas que más división han generado entre la crítica; y sin embargo, a mí me parecen dos excelentes y divertidísimos ejemplos del “genio” del cineasta manchego.

Salvador (Antonio Banderas) en un momento de ‘Dolor y gloria’. Foto de Manolo Pavón.

La cuestión, más allá de opiniones concretas, es que Dolor y gloria está en las antípodas de esas propuestas. Por primera vez, Almodóvar se enfrenta a un universo masculino desde esa sutileza emocional y esa sencillez formal que Mendelsohn identificaba con las obras más femeninas. En un ejercicio de autoficción que no había realizado hasta la fecha (aunque, al final, todas sus películas hablan de él en mayor o menor medida), Almodóvar no recurre a artificios ni tramas complejísimas. Para hablar de sí mismo, al contrario que otros grandes maestros (Fellini, por ejemplo), no necesita de recursos grandilocuentes. Encuentra, sin renunciar a algunas de sus constantes (el humor, el cine dentro del cine), una honestidad y una depuración formal sin precedentes en su obra.

Para algunos, esta nueva vertiente en su trayectoria está entre lo mejor que ha hecho en muchos años. Para otros, lo mejor de su filmografía son aquellas películas en las que no renuncia al recargamiento de sus inicios. Para mí, no es una cuestión de elegir entre uno u otro. Lo sorprendente es que, a punto de cumplir 70 años y con 21 largometrajes a sus espaldas, Pedro Almodóvar conserve la capacidad de reinventarse, innovar y seguir sorprendiendo. Cada estreno que lleva su firma es un evento, al final, porque nunca sabemos realmente qué esperar de él. Dolor y gloria, lejos de funcionar como el epílogo a la obra de un gran cineasta, vuelve a abrir una ventana por la que su cine puede transitar en el futuro. Pese a mi empeño por evitar los tópicos, tengo que terminar con el más manido de todos: por esa reinvención constante, entre otras muchas razones, Pedro Almodóvar es el mejor director español vivo.

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