Aunque sé que esta afirmación me traerá unos cuantos detractores, espero que aquellos individuos que se dedican a medir el nivel cultural de cualquier manifestación o forma de expresión y a quienes se les llena la boca parafraseando a Marx: “el fútbol es el opio del pueblo” entiendan por qué lo afirmo de modo tan rotundo o, al menos, tengan el detalle de leer este artículo hasta su final.

El fútbol es Cultura en tanto en cuanto reúne una serie de creencias, conocimientos, costumbres y modos de vida.  El fútbol es pintura, escultura, música; el fútbol es poesía y teatro –tragicomedia–.

Los estadios constituyen  obras patrimoniales; son edificios que se mimetizan con su entorno, que representan la solemnidad de sus clubes; son los escenarios donde se desarrolla ese espectáculo, que va más allá de la simple y equivocada idea de veintidós tíos corriendo detrás de un balón.

En el interior de estos recintos, encontramos representaciones pictóricas de grandes dimensiones. Los murales que conforman los miles de aficionados ataviados con sus equipaciones crean un cromatismo de colores armónico, resultante de la fusión de estilos, dignos de ser alabados por el mismísimo Henri Matisse. Los colores, los escudos son símbolos de la cultura del deporte, el equipo y la afición; como las camisetas de los Rolling Stones o los Beatles, nunca pasan de moda.

Gargantas rotas vibrando de tristeza o alegría, de emoción y/o dolor, de expectación, nerviosismo y angustia cuando los aficionados corean el himno de su equipo, al inicio y al final de los partidos, cuando han vencido o han sido derrotados; ese armónico sonido es música y, como buena manifestación artística, pone los pelos de punta a cualquiera que se preste. El himno de la Champions, el del Liverpool, el del Sevilla… sucesiones de sonidos modulados que dan lugar a un sinfín de emociones y sentimientos difíciles de explicar.

El fútbol también es “teatro, lo tuyo es puro teatro”, como el de La Lupe. Algunos jugadores tienen el don de embaucar, de fingir y engañar –a sus rivales y, en especial, a los árbitros– como auténticos donjuanes. Asimismo, como en los poemas épicos, hay héroes, villanos, vencedores, vencidos,  batallas, venganzas y pasiones.

Los jugadores se convierten en auténticos nerudas, no solo por la magia que consiguen hacer con sus pies, sino por las odas que dedican a su hinchada por el apoyo incondicional cuando marchan en busca de nuevas aventuras pero no cierran la puerta a sus verdaderos amores.

Y repito: el fútbol es CULTURA. Sí, en mayúsculas, porque consigue unir diversidad de opiniones y corazones, porque va más allá de las derrotas y las victorias, porque las aficiones –como el Real Zaragoza– nunca se rinden, jamás dejan de animar y sentir divinidad por sus equipos. El fútbol emociona, enamora, entristece, enorgullece, indigna, alegra, hace sentir mariposas en el estómago o una estaca clavada en lo más profundo de nuestro corazón, como una película de culto, una novela de referencia mundial o una pieza musical del mejor intérprete de la Historia.

Camus, Pasolini, Benedetti y otros muchos grandes artistas alababan la actividad futbolística y los valores que promueve. Yo no soy referente cultural, ni mucho menos, pero aquí le presto, gratuitamente,  al nuevo ministro de Cultura de nuestro país algún que otro argumento para animar a los ciudadanos a que este verano disfruten del Mundial y del fútbol, en general.

Vuelve el mejor fútbol, el que mejor sienta después de un chapuzón, el que mejor entra con unas jarritas frescas entre las manos, el que se permite la licencia de combinar la camiseta de la Roja con el bañador rosa fucsia de Calvin Klein sin recibir ningún castigo divino. Vuelve el Mundial y «los niños vuelven a sonreír».

 

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