Nuestra relación con la Historia es, básicamente, epigónica. Nos limitamos a conservar los vestigios del pasado, enfermos de historiografía y, por tanto, ningún acontecimiento histórico nos sucede. No hay nada nuevo bajo el sol de la historia.

En 1953, el joven artista Robert Rauschenberg, apoyándose en el conceptualismo de Duchamp y la línea dadaísta, presentó un dibujo de Willem de Kooning que él mismo había borrado, exhibiéndolo bajo el título Erased de Kooning Drawing . Esto fue considerado directamente como un ataque contra el expresionismo abstracto, causando no poco revuelo en el mundo del arte.

Pero el dibujo de De Kooning no fue fácil de borrar y aún se pueden apreciar líneas o trazos en el papel, vestigios de lo que allí estuvo y alguna vez fue. El espectador que contempla la obra de Rauschenberg trata de adivinar la obra original, intuye la forma y la profundidad del surco que el carboncillo hizo sobre la hoja.

Del mismo modo el historiador contemporáneo intenta adivinar los trazos borrados del tiempo, los surcos que aún quedan para, así,  intentar recomponer el pasado. La Historia, entonces, no es un dibujo borrado, sino el afán por recomponer este lienzo, la tarea inmarcesible, forzosa, por no olvidar pero, también, por el continuo rehacer sobre lo hecho, o la destrucción de lo anterior para emerger con algo nuevo, como hizo el artista estadounidense.

Dibujo Borrado De Kooning / Rauschenberg / 1953. Archivo del SFMOMA

 

En la Segunda Intempestiva Nietzsche vislumbra los primeros síntomas de una enfermedad histórica. En el inicio del texto, un animal interpela a un pastor, diciendo: “esto pasa porque siempre olvido lo que quisiera decir [1]”, pero en el momento exacto de la enunciación de su respuesta, se habría olvidado, también, de ella. Hemos enfermado, según la consideración de Nietzsche, por no dejar que el olvido nos lleve, porque todo queremos recordarlo, porque en nuestra naturaleza se halla el tiempo y, en consecuencia, su desvanecimiento.

El tiempo, más aún lo que ya ha sucedido, es la gran cadena pesada de la Historia que no nos permite desligarnos del pasado. “Surge –el pasado- de la nada para desaparecer en la misma nada”. En el mismo seno de la Historia, en lo que ella desea, se encuentra su propia sombra y su fin es fin de todo fin, es decir, en este impulso por no olvidar el discurrir del tiempo se halla, a su vez, el deseo de evitar recordarlo.

De este manera Nietzsche define el modo de vivir no histórico (unhistorisch) como aquel que se aparta ineludiblemente del tiempo y, por tanto, no es consciente, ni de sí ni de aquello que le rodea. Así, la felicidad se encuentra en el propio olvidar(se), pues ella es incompatible con con la realidad histórica, hay una vivencia no histórica en el momento de felicidad.

 

En profunda soledad

dos elementos quedaron;

uno, gestante de olvido;

otro, siempre recordando.

 

Estos versos de Humberto Garza retratan la dicotomía presente en la obra de Rauschenberg, a saber, el propio dibujo que ya no está y el título que recuerda que allí hubo un dibujo, pero también son extensibles a la Historia: en su propio devenir ella misma genera la pulsión de olvido, el tiempo borra el paso del ser humano y, del mismo modo, propicia las condiciones de necesidad para el recuerdo.

Esta conciencia sobre la historia, tal y como la expone Nietzsche en tanto que “últimos hombres”, puede ser irónica para, más tarde, transformarse en cínica y, por último, en “suicida”.  Algo que ya sucedió en la Viena de fin de siglo.

La Carta de Lord Chandos de Hofmannshtal, la música de Gustav Mahler o el Tractatus de Wittgenstain son ejemplos de éste “suicidio” o reduccionismo que conduce al silencio. Nuestra relación con la historia se ha visto, cada vez con más insistencia, abocada a este silencio, al acallamiento, al igual que el dibujo borrado camina inexorablemente a ello.

Este fenómeno de reducción, de anulación, nos obliga –dice Nietzsche- a colocarnos en una posición suprahistórica, y estas potencias suprahistóricas son el arte, la religión y el olvido.  Sobre el olvido hemos intentado dar cierta luz, no tanto así del arte, que nos hace mirar, no desde una perspectiva epigónica, sino en una posición de insubordinación o, al menos, de desafío.

El arte trae al discurso de la Historia la siguiente reflexión: ¿queda algo por ver? Si no queda nada por ver, a qué viene el arte contemporáneo y, si no queda nada por contar, entonces ¿para qué la historiografía hoy? Es preciso traer aquí aquella frase de Francis Bacon que resume la naturaleza del arte como condición del enigma: “Si es posible hablar de ello ¿para qué pintarlo?”.

También la Historia comparte esta condición, salvo que, en lugar de velar el enigma como propone Bacon, lo desvela en su trabajo de investigar (ἱστορεῖν) lo que está oculto. En el mito de Acteón, Artemisa dice con voz grave: “Ahora ve y di, si puedes, lo que has visto” y aquí reside el esfuerzo de la écfrasis y de la historiografía y justo en ese instante es cuando se desgarra la Historia a través representación escrita, ya que la escritura es “una antigua y muy vaga, pero celosa, práctica cuyo sentido yace en el misterio del corazón. Quién la cumple íntegramente, se desgarra” diría Mallarmé.

La relación del ser humano, de la vida,  con la historia ha sido ensombrecida por la exigencia de que ésta ha de ser una ciencia y como tal ha de plantear y resolver sus propios problemas. Algo harto complicado puesto que la Historia, en tanto que temporal, no es culminativa. El sentido histórico debe quedar al servicio de la fuerza plástica de la vida, pues si se hace autónomo y universal rebosa en perjuicio de ella.

Y ese es el verdadero fin del historiador, desgarrar la Historia como si los perros de Acteón, transformado en ciervo, no le reconocieran. En el proceso de elaboración del relato histórico, el historiador no reconoce la Historia, por un momento se olvida de ella. En su obra, El ser y la nada, Jean Paul Sartre advierte que el investigador es el cazador que sorprende una desnudez pasiva. Así, el conjunto de estas imágenes revela la idea de la caza como símbolo de apropiación y la curiosidad, que en el animal es siempre sexual o alimentaria, en el investigador se traduce por conocimiento.

El objetivo de Nietzsche es el de destruir la idea de que el proceso histórico debe ser explicado o tramado de alguna manera particular. La propia explicación o el tramado se disuelven y dejan lugar a la noción de la representación histórica como puro relato, fabulación o mito concebido como equivalente verbal del espíritu de la música.

Nietzsche establece una dicotomía entre la sensibilidad estética y la moralidad para luego hallar un modo de liberar a la primera de la segunda por la disolución de la conciencia histórica misma. ¿Si aún podemos hablar de ello, si aún podemos recordarlo por qué no borrarlo?

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[1] “Así el hombre pregunta al animal: ¿por qué no me hablas de tu felicidad y únicamente me miras? El animal quiere responderle y decirle: esto pasa porque siempre olvido lo que quisiera decir. Entonces, también se olvidó de esa respuesta y calló, de modo que el hombre se quedo asombrado.” NIETZSCHE. F, En Sobre la utilidad y perjuicio de la Historia para la Vida, Segunda Intempestiva.

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