¡Buenos días, lectores! Hoy regresamos al mundo de la literatura griega clásica, guiados por la tragedia de Eurípides Ifigenia en Áulide, para hablar de uno de los personajes más olvidados de la mitología griega: Ifigenia.

Ifigenia era hija del rey de Micenas, el Atrida Agamenón, y de Clitemnestra, hermana de la conocida Helena de Troya.

Es bien recordada por todos la historia del rapto de Helena por parte del príncipe Alejandro, más conocido como Paris, que terminaría desencadenando la Guerra de Troya, cuyos últimos días antes de su toma son narrados en la Ilíada, obra atribuida a Homero.

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«Achilles and Hector fighting», cerámica ática de figuras                                         rojas, 500 a. C.

Pues bien, cuando el ejército griego iba a partir hacia Troya desde las costas de Áulide, la falta de viento en el mar impedía su marcha. Pero el tiempo pasaba y seguía sin haber viento para poder navegar, los soldados, cansados y enfurecidos, amenazaron con dejar el ejército, por lo que Agamenón decidió consultar al adivino Calcante. Sus funestas palabras serían mencionadas por el propio Agamenón en los primeros versos de la tragedia de Eurípides:

«Calcante, el adivino, cuando consultamos los oráculos en nuestro apuro, respondió que sacrificáramos a Ifigenia, a quién yo engendré, en honor de Artemis, que habita por esta región, y que obtendríamos la navegación y el aniquilamiento de los frigios [si hacíamos tal sacrificio; pero si no la sacrificábamos no lo conseguiríamos].»

Cabe añadir que los frigios son los troyanos, también denominados de esta forma debido a que la ciudad de Troya se encontraba en la región de Frigia.

Pero regresando al tema que nos atañe, tras estas palabras, Agamenón en un principio se niega a llevar a cabo dicha atrocidad. Pero su hermano Menelao lo convence de lo contrario y urden un engaño: ordenarán a Clitemnestra que traiga a Ifigenia a Áulide con el falso pretexto de casar a la joven con el héroe Aquiles.

Pero los remordimientos provocan que Agamenón vuelva a cambiar de idea y mande a un mensajero para que su anterior orden sea obviada y Clitemnestra no traiga a su hija para ser sacrificada. No obstante, ya era demasiado tarde, pues ambas mujeres ya habían llegado al lugar.

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«The sacrifice of Iphigenia», 1671. Óleo de Jan Steen.

Aquí es donde el mito se desdobla, porque hay versiones en las que Ifigenia es sacrificada en el momento en que se estaba llevando a cabo un falso ritual de matrimonio con Aquiles, sin que ella lo sospechase, y hay otras versiones -como es el caso de la tragedia de Eurípides- en las que tanto Ifigenia como Clitemnestra conocen de antemano las verdaderas intenciones de Agamenón.

Clitemnestra estaba dispuesta a enfrentarse a Agamenón para que su hija no fuese sacrificada. Pero la joven Ifigenia en un sobrecogedor diálogo le dice a su madre que:

«Un hombre es más valioso que mil mujeres en la vida. Y si Ártemis quiso apoderarse de mi persona, ¿he de resistirme yo, que soy mortal, contra la diosa? Sería imposible. Entrego mi cuerpo a Grecia. Sacrificadme, arrasad Troya. Ése será, pues, mi monumento funerario por largo tiempo, y eso valdrá por mis hijos, mis bodas y mi gloria.»

Lo que llama la atención de estas líneas es que ponen de manifiesto la profunda mentalidad, que hoy tildaríamos de misógina, del mundo griego antiguo, un mundo en el que las mujeres vivían, literalmente, encerradas en sus casas, consideradas como seres malignos e infravaloradas hasta el punto de que sus vidas, como bien dice Ifigenia, no valen nada en comparación a la vida de un hombre.

El otro punto a destacar es el hecho de que los mortales no podían resistirse a la voluntad de los dioses: Ártemis quiere la sangre de Ifigenia y esto no podrá ser evitado ya que es su destino.

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«The sacrifice of Iphigenia», 1770. Fresco de Giovanni Battista Tiepolo.

En este punto el mito, una vez más, vuelve a presentar numerosas versiones.
La más trágica y macabra es aquella en la que Ifigenia es, efectivamente, sacrificada. Sin embargo la versión más extendida es aquella en la que la Ártemis se compadece de la joven y la salva en el momento en que va a ser sacrificada, poniendo en su lugar a una cierva.

«¡Y de repente sobrevino un milagro espectacular! Pues todo el mundo percibió claramente el ruido del golpe, pero nadie vio a la joven, por dónde desapareció en la tierra. Da un grito el sacerdote, y todo el ejército respondió con un griterío, al contemplar aquel inesperado prodigio realizado por algún dios, que ni siquiera viéndolo se podía creer. Pues una cierva, en los pálpitos de la agonía, yacía en el suelo; era de gran tamafio y admirable aspecto; el altar de la diosa estaba regado de arriba abajo con su sangre.»

La razón por la que esta versión gozaba de mayor éxito, con un final que podríamos considerar bueno, se debe a que en el mundo griego el sacrificio humano no era bien visto. De hecho, al menos que una servidora sepa, no hay documentados sacrificios humanos. En cambio en Roma sí que se documentaron sacrificios humanos de esclavos y rehenes en situaciones críticas, como fue el caso de la llegada de Aníbal Barca a las puertas de Roma durante la Segunda Guerra Púnica.

La escena del sacrificio de Ifigenia fue representada en innumerables ocasiones en el mundo del arte, incluso ya en el mundo antiguo se realizaron impresionantes frescos con este motivo como tema central, como es el caso de este fresco romano del siglo I d. C. ubicado en la Casa del Fauno de Pompeya.

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Este fresco es ciertamente curioso ya que observamos dos momentos del mito en la misma escena: el momento en que Ifigenia es conducida hacia el altar y el momento en que, en la parte superior de la escena, es rescatada por Ártemis, siendo llevada por un ciervo junto a la diosa.

Tras esto, el viento arreció, lo que permitió al ejército griego partir rumbo a Troya.

Sin embargo, ¿qué fue de la joven Ifigenia cuando Ártemis se la llevó con ella? Esa ya es otra historia que será contada en otra ocasión…

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