El Timple, el icónico ¿restaurante? de comida rápida, ha alimentado a media Zaragoza a lo largo de su de vida. Dado que cuenta con tres establecimientos estratégicos en las zonas de marcha de la ciudad –Casco, León XIII y Eduardo Dato-, hace las delicias de todo fiestero que, al borde del fallecimiento, necesite parar para reposar. O repostar. Los más puristas se decantan por su campero, un ¿bocadillo? de pan de hamburguesa que se tuesta en una suerte de gofrera y que alberga jamón york, tomate, lechuga y mahonesa. No obstante, los que pilotamos de esto lo tenemos claro: lo mejor son sus hamburguesas.

Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, pero sus devotos jurarían que más de un día dio de comer al General Palafox durante la Guerra de la Independencia, que Nayim encargó sus delicatesen desde el Hotel de París la noche que anotó su inolvidable gol. No ostenta una Estrella Michelín, ni practica esferificaciones o cocina a baja temperatura. Tampoco figura en las guías gastronómicas, pero todo zaragozano ha sucumbido, alguna vez, a sus encantos: un baño del que se sabe cómo se entra pero no cómo se sale, sillas que debieron de dar asiento a los romanos de la antigua Caesaraugusta, mesas más pegajosas que unos amantes desenfrenados y un inquietante olor a grasa y ambientador. En una época en la que la globalización ha instaurado la dictadura de los McDonald’s y Burger King, en la que los dietistas inquisidores han emprendido su propia caza de brujas, el Timple sobrevive al calor de su parrilla, al compás del burbujeo de su freidora, renacido, preparado para atender el próximo pedido. Para recibir a nuevos comensales, a jóvenes, a familias que acaban de salir del cine y cuyos integrantes, unidos y servidos, completan una escena más costumbrista que la paella dominguera de los Alcántara.

De su pared pende una tabla de plástico –un material demasiado empleado en todo el local- que expone su no muy variada carta, y en la que es habitual el tachado con rotulador de algunos precios que han ido aumentando durante los últimos años. La hamburguesa que tiempo atrás valía 3,90 cuesta hoy 4,90. Me refiero a su especialidad: la doble con queso, mostaza, cebolla cruda y kétchup, aunque yo suelo postergar este último ingrediente. La pinta, aviso, no es muy apetecible. El pan arrugado muestra una desagradable textura que no hay filtro de Instagram que la arregle. Sin embargo, como reza el refrán, no juzgues un libro por su portada; en este caso merece la pena arriesgarse.

Ese mismo pan que adolece de una apariencia un tanto repelente se distingue de otros con más caché -el dulce, por ejemplo, tan de moda en ciertas hamburgueserías- en que apenas aporta sabor, y en eso estriba su gran virtud; ya que regala el protagonismo al verdadero componente principal: la carne, sobre la que planea la insondable intriga de su procedencia. No sabes de qué es, ni de dónde, pero te da igual. Mientras uno intenta llevar a cabo la técnica de la grulla que el maestro Miyagi le enseña a su discípulo aventajado Daniel Larusso –recuerda: “si bien hecho, no defensa”- para no pringarse con el mobiliario, la química hace su parte fusionando la mostaza y el queso, que, al alimón, ni se crean ni se destruyen; se transforman. En un fantástico mejunje Art Attack.Unido a este entramado atómico, la cebolla cortada en cuadraditos completa una deliciosa armonía que cumple con un requisito imprescindible: que se te repita cinco minutos después de engullirla. Y si no sucede, amigo, o te han timao’ (sic) o eres la excepción que confirma la regla. Además, puedes acompañar el encargo con unas sabrosas y sudorosas papas cubiertas de mahonesa y kétchup –en este plato sí que es indispensable- que, te aconsejo, no tardes mucho en degustar, porque pasado un cuarto de hora las patatas adquirirán la dureza de una estatua del Renacimiento y las salsas, una viscosidad digna de Flubber. A efectos prácticos, la hamburguesa se chafa con facilidad y no pierde sus piezas por el camino, si bien alguna se perderá entre tus dientes. Advertencia para labios cortados: Gracias al picor de sus constituyentes, escuece como una mandarina, pero, a diferencia de esta, la hamburguesa del Timple no contiene vitamina C, aunque sí cura.

La resaca, en concreto. Tras una larga jornada nocturna de tarimas, cigarros y alguna litrona, el maño de sangre, sufriendo un hambre que da calambre y un mareo equivalente al que origina la atracción de las tazas, se arrastra con dificultad hasta llegar a su próximo destino, tan necesario como el ibuprofeno que ingerirá dentro de unas horas. La luz parpadeante de la entrada, como la de los faros, consuma la proeza: ya estás en el Timple, muchacho. Entonces, mirando a través de las gafas que le ha comprado a un vendedor callejero hace un rato, se da cuenta de que posee en sus bolsillos menos dinero del esperado. “La noche se me ha ido de las manos”, reconoce. Así que debe elegir entre el condumio y el taxi de vuelta a casa. Creo que es innecesario revelar la respuesta, ya que en ese instante el protagonista vendería hasta a su compañero de batalla o hipotecaría su estantería como método de pago. Aunque, más adelante, atravesando la niebla zaragozana del mes de enero y con las orejas heladas, el arrepentimiento se apoderará de su mente. «La última vez, la última vez”, se reprochará… hasta el siguiente juernes.

¿Recena? ¿Desayuno? ¿Almuerzo? Yo prefiero llamarlo salvavidas; después de beber hay que empapar, que dicen las madres. Una buena hamburguesa puede librarte de una mañana complicada o atajar de un plumazo el problema por medio de su poder evocador o, como a mí me gusta calificarlo, del “efecto Proust” que precipita. Solo que, al contrario de su magdalena, la comida del Timple no te remontará a tu infancia, sino que, postrado ante el inodoro, te recordará todo lo que has comido y, sobre todo, absorbido: desde el chupito de mitad de noche, pasando por la pasta de la cena, hasta las torrijas que te ofreció tu abuela de postre… la semana pasada.

No obstante, en otras ocasiones, la parada resultará tan positiva y productiva que te ayudará a seguir. “La madrugada es joven”, le recordarás a ese compañero al que casi dejas fregando la parrilla para saldar tu deuda. Con las pilas cargadas, y más vivo que nunca, decidirás terminar lo que empezaste hace seis horas para, en otro bar, anotar como Nayim el gol definitivo. En busca de tu merecida Recopa.

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2 comentarios en «El Timple y su hamburguesa salvavidas»

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