El 10 de abril de 1970, McCartney, como portavoz, anunció que la banda más popular de la historia se separaba

Hace 48 años, un submarino amarillo, que había navegado por el verde mar, hacia el sol, atracó por última vez en el puerto del pueblo donde todos nacimos. Ascendió de entre las olas, con el capitán Barkley a la cabeza, y, sin ni siquiera ondear una mísera bandera blanca, apagó sus motores. Se rindió. Un día como hoy, de 1970, el Sargento Pimienta convocó a su banda, entre Penny Lane y Strawberry Field, para cantar su tema final, y quiso que todos cantáramos con él. “Habéis sido un público estupendo”, agradeció.

Ninguna noticia lo adelantó, nadie pronunció un discurso ni extendió el rumor, pero, aun así, a primera hora de la tarde, el paso de peatones de Abbey Road borró sus rayas para siempre. Enfrente, en la estación de los Corazones Solitarios, de donde sus trenes se dirigen a ninguna parte, cuatro tipos irreconocibles y cansados, de una mirada fragmentada por el latir del tiempo y una dialéctica resquebrajada por la convivencia y el triunfo, tomaron cuatro caminos disgregados mientras, al otro lado del control de pertenencias, una multitud se negaba a decirles adiós. Nadie estaba preparado. Nunca lo estamos porque sabemos lo que conlleva: de entre todos los grandes fenómenos que acontecen en el universo, las despedidas constituyen la mayor pérdida. Y la suya, por supuesto, dolió.

Ese catastrófico día, The Daily Mirror tituló a toda página: “Paul deja The Beatles”. Muchos grupos se separan; las personas, al final, se separan. Sin embargo, su divorcio no fue como los del resto; su divorcio, en realidad, fue la caída de César, la toma de la Bastilla, Aníbal cruzando los Alpes… fue como el primer día de la Creación: un acontecimiento único en la historia de una magnitud incalculable, cuyo germen comenzó a crecer mucho antes, en el momento en que los Beatles dejaron de ser los Beatles.

La fiesta, en verdad, había terminado antes de la llegada de padres a casa: cuando Brian Epstain, mánager y descubridor del cuarteto de Liverpool, falleció el 27 de agosto de 1967, algo se rompió entre ellos. Un año después, Yoko Ono irrumpió en la vida de un Lennon que andaba demasiado unido a la heroína. En paralelo, McCartney había desoído las sugerencias de sus compañeros en varias grabaciones del Álbum blanco y Harrison y Star, hasta entonces cómodos –o resignados, más bien– en su papel de Beatles silenciosos y artistas complementarios, albergaban la necesidad de dar salida a un material cada vez más personal y original, que culminaría en la magnífica Something que Harrison compuso en 1969. Como colofón, John violó uno de los grandes pactos que habían vertebrado la ética grupal en Abbey Road, el de las decisiones tomadas entre cuatro: sin consultarles a sus amigos, seleccionó a Allen Klein como su propio representante. La brecha resultó imparable.

Quienes habían revolucionado la estética tradicional de las malhumoradas estrellas del rock por medio de su apariencia de jóvenes ingenuos, genios graciosos y yernos encantadores, quienes habían compuesto canciones de dos o tres minutos que atesoraban la solidez de constituciones emocionales para varias generaciones, quienes habían devorado el panorama pop gracias a un apetito creativo de proporciones inauditas, ya no poseían ninguna motivación para continuar en comunión.

Sí, ellos, que sobre todo a partir de Revólver innovaron el formalismo musical en boga hasta su invasión en los escenarios, que incorporaron acompañamientos orquestales, la reducción de mezclas y todo tipo de instrumentos a sus piezas, y que cambiaron las reglas fundiendo imaginación, psicodelia, tradición exótica y un oído que, dividido y reunificado en cuatro, dio a luz algunas de las canciones más bellas de la historia. Entre ellas, una por encima de todas: A day in the life.

Los que nos consideramos amantes aventajados de la banda –y esto lo firmo con sangre– invitamos, habitualmente, a los profanos iluminados recientemente por el esplendor de la divinidad a que se deleiten con la reflexión existencialista que precipitan muchas de las palabras que integran la letra, a que se pierdan en ese Mi mayor final, suspendido en el más allá que seguirá sonando cuando todo esto termine. No nos mueve la prepotencia ni la ostentación de un erudito, sino una suerte de bondad cristiana que, en ningún caso, teme apagarse. Es como nuestra buena acción del día. Como ayudar a una agradable abuelita a cruzar la calle.

Por medio de ese y otros temas fundacionales, como In my Life, Let it be o Yesterday,  cuya excesiva popularidad complica la apreciación de todos sus matices, los Beatles verbalizan el pasado. Incluso en sus primeras obras se aprecia la mirada nostálgica de quien tiene la sensación de (sobre)vivir a través de una conciencia que habla en pretérito perfecto. Sus canciones son un deja vu, un manual precósmico de validez imperecedera. Sus letras, además, abrigan todos los conocimientos del mundo y todas sus emociones: la tristeza, la soledad, la alegría y, en fin, el amor; ellos lo inventaron. También los sueños. Y la esperanza. Pero, ante todo, nuestra herencia: de los Beatles, como de Adán y Eva –o de los monos– provenimos todos.

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Un comentario en «El adiós de los Beatles, 48 años después»

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