La película de James Mangold Ford vs Ferrari, que en España nos llegó con el nombre de Le Mans ’66, ganó la estatutilla por Mejor Montaje en la última gala de los premios Óscar. En España, este premio recayó en la ubicua Dolor y Gloria de Pedro Almodóvar, que con un ritmo pausado y reflexivo diseccionaba los miedos y las preocupaciones de un doppelgänger interpretado por Antonio Banderas. En las galas de premios y en los medios especializados se habla mucho del montaje. ¿Qué es el montaje? ¿Qué diferencia a un buen montaje de un montaje malo?

Cortar y unir 

El director de cine mudo Abel Gance, conocido principalmente por su película Napoleón (1927), afirmó alguna vez que el cine es la encrucijada de todas las artes que le preceden. Está claro que esta disciplina, que con su magia nos transporta a realidades lejanas que se recrean detrás de una pantalla, no sería lo mismo sin la puesta en escena y los diálogos que ha heredado del teatro, sin las ambientaciones musicales que llenan de vida escenas memorables como el baile de Joaquin Phoenix en Joker (2019) y sin el afán estético de los directores que componen dentro de los planos tratando de emular las técnicas de los grandes pintores. Con todo, el cine y sus antecesores tienen un elemento en común que podríamos decir que reside en todas las obras de arte humanas: el ritmo.

El ritmo delimita la velocidad con la que se interpretan las piezas musicales, con la que leemos y disfrutamos los párrafos de un libro, e incluso repercute en la trayectoria de nuestra mirada a la hora de contemplar una obra pictórica. El ritmo nos mueve por dentro, nos atrae, y nos arranca de la estática del ser. En el cine está sensación rítmica, aunque no es evidente, nos resulta familiar y fácil de identificar. Como espectadores, no percibimos igual una veloz persecución o una escena de acción de la franquicia Fast and Furious que un largo plano secuencia de la película Roma (2018) de Alfonso Cuarón. Aunque el ritmo en una película se pueda generar gracias al guion, aumentando o disminuyendo la distancia que separa los distintos pulsos dramáticos que hacen que la historia avance, es el montaje el que realmente define el ritmo de una película. ¿Pero qué es el montaje? No es nada más que cortar y unir: seleccionar tomas de entre todas las disponibles y juntarlas entre sí, en un orden concreto. Esta noción tan simple, que permite que una película pueda surgir de un sinfín de combinaciones distintas, trajo consigo el auténtico nacimiento del cine.

Cartel promocional de las sesiones de cine que los hermanos Lumiére comenzaron a ofertar en París a partir de 1895. Fuente: Wikimedia Commons

El origen del montaje

Con el montaje surge el cine tal y como lo conocemos, pues solo mediante el montaje se puede configurar un lenguaje cinematográfico. A finales del siglo XIX,  los hermanos Lumiére, que junto con el magnate Thomas Edison y el alemán Max Skladanoswky son considerados los pioneros en el desarrollo de la tecnología audiovisual, elaboraban películas que no eran más que pequeños documentales en los que una cámara se plantaba en un punto fijo y grababa. Por entonces, la simple sucesión de imágenes en movimiento sorprendía a unos espectadores que buscaban sorprenderse con un invento casi mágico que no distaba mucho de otras atracciones de feria.

Poco a poco, la vocación narrativa del cine se fue abriendo paso, junto con la ganas de los directores de contar historias a través de este nuevo medio. Edwin S. Porter, que trabajaba en el taller de Edison, fue uno de estos directores innovadores que cambiaron el cine para siempre: en el año 1903 dio luz a las películas The Life of An American Fireman The Great Train Robbery, en las cuales Porter desarrolló dos de las primeras historias del cine que tenía lugar en diferentes localizaciones. En ambos filmes, el director se atrevió a juntar metraje grabado en momentos, lugares y posiciones distintas, arriesgándose a que el público no entendiera nada y perdiera el hilo de la narración. Gracias a la osadía de Porter, el cine conquistó el espacio, y se pudo permitir el lujo de contar historias más complejas.

La consolidación de las ideas de Porter llegaría de la mano del director David Wark Griffith, considerado el padre del lenguaje cinematográfico. El realizador estadounidense no solo jugaría con el montaje paralelo ( la presentación de distintas acciones que están sucediendo en un mismo momento) sino que también innovaría a la hora de concebir nuevos planos, como el primer plano que aplicó en su obra más conocida, The Birth of a Nation (1915).

El montaje revolucionario o la revolución del montaje

Mientras que los directores estadounidenses exploraban el lenguaje audiovisual sometidos en cierto modo a la necesidad de contar historias, la oleada de cineastas soviéticos que surgió tras la revolución pudo dar un paso más allá. El carácter combativo y rompedor que acompañó a la revolución de 1917 se contagió al ámbito cinematográfico, dentro del cual los cineastas buscaban establecer unas nuevas reglas y un nuevo lenguaje que se pusiera al servicio del nuevo estado socialista.

Led Kuleshov realizó numerosos experimentos destinados a entender las características y el alcance del montaje. El más famoso de ellos demostró el denominado como Efecto Kuleshov: detrás de un plano que mostraba una expresión neutra del actor Ivan Mosjoukine se incluirían otros tres que mostraban un plato de sopa, una niña en un ataúd y una mujer. Pese a que la expresión de Mosjoukine es igual en los 3 casos, el espectador no puede evitar asociar el rostro a la imagen que le acompaña, por lo que parece que, ante cada escena, el actor expresa una emoción diferente.

Con este efecto quedó demostrado que el orden a la hora de incluir los planos en la película no solo contribuye a crear una continuidad entre acciones, sino también a generar un significado en las imágenes. Cuando vemos una película, no interiorizamos los planos por separado, sino que los asimilamos todos como un conjunto de elementos interdependientes. El orden de los planos ya no puede ser casual, pues tiene que estar al servicio del relato cuando muestra acciones y al servicio de la expresión a la hora de transmitir sentimientos e ideas. No es lo mismo mostrar a un hombre sonriendo y después una explosión, que una explosión y, a continuación, un hombre sonriendo

El máximo exponente de esta generación de directores soviéticos es Serguéi Eisenstein,  que plasmó gran parte de sus ideas en artículos que se han recopilado dentro del libro La forma del cine. Eisenstein desarrolló lo que él denominó como montaje intelectual, mediante el cual hizo más explícita la relación del montaje con la narración, y potenció su capacidad para crear significados. En sus películas, a la hora de caracterizar personajes, el cineasta se aprovechaba del montaje para incluir imágenes de objetos o símbolos que decían algo del personaje que quería caracterizar. Así, en la película Octubre (1927), Eisenstein trató de mostrar la ambición del político Aleksandr Kerenski mostrándolo a él y, después, una estatua de Napoleón.

Sin embargo, será por la película El acorazado Potemkin por lo que más recordado será Eisenstein. En la famosa secuencia de la escalinata de Odessa, Eisenstein trató (y consiguió) de dilatar el tiempo, de alargar un momento mediante una selección minuciosa de planos que dotaron de una gran tensión dramática a la escena. Si en Estados Unidos el cine consiguió conquistar el espacio, fue en la Unión Soviética donde consiguió conquistar el tiempo

¿Qué debe tener un buen montaje?

Una vez que conocemos los orígenes del montaje, las inquietudes a las que responde y su razón de ser, resulta más fácil entender qué requisitos debe tener un buen montaje. Ante todo, un buen montaje debe ser coherente con la visión del director de la película, que muy habitualmente acompaña al montador en su labor. Un montaje debe asegurar la continuidad entre las escenas, debe contribuir al engaño maestro del cine que nos hace creer que lo que vemos es real. Los montadores profesionales saben a la perfección en qué momento cortar un plano para que el cambio resulte natural; para el ojo experto de un montador, solo existe un fotograma posible en el que pasar de una escena en la que el protagonista sale de una habitación a otra en la que accede a una nueva estancia.

Por otro lado, el montador tiene que tener en cuenta el ritmo del que quiere dotar a la escena. Los cortes rápidos y la sucesión de muchos planos crea una acción más frenética, y, por el contrario, la austeridad en los planos da lugar a secuencias más solemnes y contemplativas. Mientras que en los inicios del cine la tendencia a cambiar de plano fue adoptada por los directores más vanguardistas que se alejaban de los teatrales planos fijos de las películas más comerciales, hoy las tornas parecen haber cambiado. La acogida de películas como Birdman (2014) de Iñarritu, Roma (2018) de Cuarón y la reciente 1917 (2019) de Mendes evidencia que el público y la crítica consideran que las películas con planos largos y planos secuencias son más artísticas y cuentan con una calidad cinematográfica añadida.

Por último, cabe destacar la responsabilidad del montador a la hora de seleccionar los contenidos que mostrar en pantalla. La inclusión o no de un plano detalle o la posición de un determinado gesto del actor pueden definir una escena por completo. El montador no solo escoge planos para que la historia avance, sino que, mediante la colocación de estos, influye en el mensaje que se quiere transmitir.

El trabajo de este profesional del cine, hasta hace relativamente poco tiempo, se consideraba una mera tarea manual sin ningún matiz artístico. En el Hollywood clásico, los montadores trabajaban cortando y uniendo escenas con aparatos en enormes talleres de inspiración fordista. Sin embargo, la figura del montador ha ido ganando peso e importancia con el paso de los años, aunque su labor, fundamental  para la creación de una película, en muchas ocasiones sea prácticamente desconocida.

 

 

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