Este miércoles termina la primera temporada de Fariña, la serie que ha revolucionado el panorama televisivo español en abierto

No. Fariña no es el Narcos español. Ni Sito Miñanco, el Padrino Ibérico. Los Charlines no son los Soprano gallegos ni Esther Lago, la Reina del Sur. De la ría, tampoco. Fariña es Fariña. Lo es en su forma y en su fondo. También en su foco. Pero, sobre todo, es más nuestra que el bombo de Manolo o las obras de Berlanga. Las comidas alrededor de la mesa en el restaurante de Terito para conversar sobre los asuntos importantes y sobre lo más banal del mundo o esos lacados tan de Alaska. Y Galicia, la de los gallegos, retratada en su más hiriente dualidad: con esa naturaleza que a veces te da y otras, las más, te quita. No hay nada de cartón en esta representación regional que mira a la realidad como único referente desde los principios formales de la televisión. Se respira verdad. Y la sal del Atlántico. Y el hedor de las anchoas. Decir lo contrario sería una falta de respeto.

A través del relato de una Galicia en coma, en la que un 23% de paro tentaba a sus habitantes a decantarse por los fáciles derroteros, el contrabando y el narcotráfico, la serie nos introduce en una atmósfera costumbrista y mafiosa, creada por medio de un excelente acabado formal que encuentra en la música –ay, Iván Ferreiro en la cabecera– y la fotografía sus máximos pilares. El espectador no puede escapar. ¿De qué? De sus detalles, de sus referencias. Fariña da un salto al vacío en su retrato de nuestra realidad, olvida las tramas artificiales de otras series en prime time y habla de lo que sabe: nuestra historia. Y eso conquista a un público que hasta ahora había consumido más historia estadounidense por su presencia preeminente en las ficciones americanas. Para la audiencia escuchar los nombres de Garzón o de Rajoy es como ver su ciudad en el telediario o en El Tiempo.

Pero Fariña es Fariña también por sus personajes, perfectamente cincelados mediante un exquisito guion que tan pronto te acaricia como te araña y mejor interpretados. Javier Rey lo borda en su papel de antihéroe, pero Carlos Blanco (Oubiña), Antonio Durán Morris (Charlín), Manuel Lourenzo (Terito), Isabel Neveira (Pilar Charlín), en conjunto, catapultan este reparto a un nivel coral de gran caletre. Digo coral por el acierto igual de todo el reparto, al tiempo que cada uno adquiere el protagonismo necesario para desarrollar su narración, pero perdonen aquí las veleidades de quien escribe estas líneas, porque un actor se sale de la pantalla (y es justo recalcarlo): Tristán Ulloa, ese sargento encorvado siempre con una pulla o un pitillo en la boca, tan cáustico, tan cortante que te desacelera y te ajetrea a la par. Un buenazo que, en ocasiones, tiene que hacer cosas malas, obedeciendo, en el fondo, un código de férreas convicciones, aunque estas se hayan desgastado con el tiempo. Ulloa está pletórico; a veces, dan ganas de abrazarle. O por lo menos a mí.

La serie inspirada en la novela de Nacho Carretero constituye una ola nueva, rompedora, con una estética inaudita en la televisión en abierto, más concentrada hasta ahora en relatos fáciles para contentar al respetable, conformista en sus gustos y en sus pretensiones: los claroscuros, los movimientos de cámara, las persecuciones en el mar son algunos exponentes de su belleza.

Los finales de temporada siempre son determinantes para la aprobación o el rechazo del público, pero Fariña, pase lo que pase, ya ha sido un éxito. Decir lo contrario sería una falta de respeto.

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