Hoy es el Día del Libro y cada uno lo celebra a su manera.

Por mi cama han pasado muchos, aunque en varias ocasiones lo nuestro, la ardiente pasión que bulle entre dos identidades que se desean, se ha prodigado más allá de mi colchón: en la mesa, en el sofá, sobre el poyo de la cocina… El lugar me da lo mismo, pero hay ciertas cláusulas que jamás negocio: me gusta con luz. Y nunca prometo fidelidad; en algunos ámbitos la creo anticuada y adoro sentir en mis carnes la adrenalina de deleitarme con uno por la mañana y por la noche con otro distinto.

Al principio cualquiera traspasaba el umbral de mi alcoba, pero la edad y sobre todo la experiencia han aumentado mi exigencia. No obstante, me considero una afortunada, porque la mayoría me ha dejado satisfecha. Con algunos, incluso, he repetido. Aunque otros se fueron como vinieron: por la puerta y sin usar. Los mejores, aquellos con los que, terminada la relación, cuesta pasar página, ya habían desfilado antes por las sábanas de mi padre, en una puesta en práctica más de esa tradición no escrita, presente en la familia durante innumerables centurias, que habita entre las paredes de mi hogar: los Días de Pradera. De generación en generación, los miembros de mi estirpe hemos reservado en nuestro colmado calendario una fecha para llevar a cabo una de las actividades que más disfrutamos: leer. Y donde más nos gusta: en la cama. En la pradera.

Un domingo necesario o una tarde tonta, mientras el resto de los seres humanos se entregan a los deberes de la vida social, completan sus crucigramas o se reproducen, yo me afinco sobre mi almohada con la dignidad que infunde una conquista, porto un libro como estandarte, y, desde mi atalaya, contemplo la victoria de mis huestes sin el menor asomo de culpa o de interés por la humanidad. Es mi forma de decirle a la otredad que bye, que sayonara, baby. Que lo que suceda en el mundo a mí plin, Pikolín –ay, ese es el humor de mi padre– y que ni de coña, Begoña, me muevo yo de la cama hasta nueva orden.

Bajo la armadura en que se convierte mi edredón y sobre el verde de mi pradera, donde ni siquiera Sherlock Holmes podría encontrarme, la letra impresa acude a mi rescate en momentos de desahucio por el mero plaisir du texte. Quienes, desde siempre, nos hemos congregado alrededor de un tomo sobre capitanes, arpones, infidelidades o penas no leemos para instruirnos –valiosísimo efecto colateral de nuestra premisa–; lo hacemos porque lo necesitamos para vivir, de la misma forma que precisamos de la comida, del periódico mañanero o de Julio Iglesias, y porque el chocolate no nos enchancha del todo y los cotilleos no nos dicen tantas cosas como al resto y el fuego apenas nos quema.

Se trata, además, de reconocer el carácter ficcional de la vida misma, que no es más que un juego especular con todos nuestros héroes, esa fuerza inagotable que habita allende la Historia, porque no son de un tiempo; son de todos los tiempos. Ellos, los personajes, sus hazañas protegen el misterio de cuanto somos: multum in parvo, un texto que, compuesto por otras lecturas, por otras imágenes que hemos absorbido del cine o la literatura, abona el terreno en el que nos lo jugamos todo. No hay mucho más.

Al socaire de nuestra familia ficcional, nuestra existencia, tan corriente, tan plomiza, se torna extraordinaria. Y todavía más: se reviste de una pátina de inutilidad manifiesta, falaz en realidad, que me fascina. Ante los asertos de los ciudadanos sobre la improductividad de la literatura, la filosofía o el latín –culpable de que a los habitantes de Cabra se les denomine “egabrenses” en vez de “cabrones”– me pregunto siempre cómo aquellos que las tildan de estériles, muertas y secundarias continúan en pie sin reparar en que están renegando de un bagaje intelectual maravilloso que a corto plazo nos forma pero que a largo nos reforma.

No saben lo que se pierden, don Alonso. Junto con lo que nos hacen perder al resto. Sin ellas desaprovechamos métodos de comprensión de la realidad que nos sitúan en el camino de la libertad a través de la aptitud crítica que siembran, mientras nos emancipan de la cadena de producción en la que se ha convertido el día a día. En la degradación de la cultura clásica, además, va nuestra condena y la de nuestros orígenes: si arrancamos las raíces, derribamos el árbol.

Aunque yo no me puedo quejar: hay árboles en mi Paraíso de papel, y flores y ríos. Sin embargo, de repente, con el suceder de las páginas, comienza el drama. “Pero qué me estás con, qué me estás con”. Sí, hablo con los libros. Cada uno sufre algún tipo de trastorno y yo he escogido el mío. Converso con Snape, con el príncipe Hamlet, los molinos del Quijote y hasta con Milú. Les pregunto qué narices están haciendo con su vida antes de dejarles claro que cómo sigan así yo me voy de la mía. Ni caso, vaya.

Cierro el volumen por imposición personal para acallar a toda esa organización paramilitar de personajes insolentes orgullosos de su desacato y, a continuación, retozo por la hierba de mi prado, haciendo la croqueta de la mano de Cicerón y sus Catilinarias –que tanto me entretuvieron cuando un canto rodado amenazó, riñón a través, con matarme por dentro–, y respiro el aire frío que corre por la llanura. Brilla el sol, los pájaros vuelan entre las nubes y oigo a unos chiquillos, enamorados, riendo entre juncales. Desde lo alto de mi pradera puedo observar el mundo entero.

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