Con la resaca del 12-O, recordamos esa España inamovible que sobrevive más allá de los incesantes debates políticos y territoriales: la de nuestra cultura.

La cultura española tiene mucho de cine de autor: de las primeras a sus últimas escenas regala al espectador uno de esos baños de personalidad que pocos cineastas podrían ofrecer. Por eso, aunque últimamente sufra dividida entre tirios y troyanos, mantiene una parte de sí misma que no teme mirarse al espejo, aunque lo haga muy poco, porque sabe lo que va a encontrar. Como dice Popeye, yo soy yo.  Es en esa reafirmación, en ese reflejo sincero y ayuno de ideologías donde nos encontramos todos: los que somos y los que fuimos.

Porque la España moderna, personaje felino que acumula varias vidas, figura longeva de la Historia Universal, se sustenta sobre un constructo que fusiona manifestaciones culturales anteriores, otras contemporáneas a su tiempo y la base de las futuras; de ahí el fascinante mosaico de tradiciones que conforma, resultado de la huella de todos los pueblos que habitaron la península: celtas, íberos, griegos, romanos, fenicios, cartagineses, visigodos, musulmanes…

Su diversidad histórica y regional explica, en consecuencia, la riqueza de su unidad. En el fondo, a España la pensó Cervantes: como los parajes de la Mancha que imaginaba el Quijote, el territorio ibérico encierra cientos de construcciones de leyenda que proceden de todos los tiempos y de todos los lugares, como un palacio fortificado en Zaragoza, recuerdo del esplendor del reino taifa, los restos de Ampurias, un campanario en el cielo sevillano o los 20.400 bloques de piedra que dividen Segovia.

Pero la nación española no solo tiene ascendencia cervantina; es, también, hija de otros grandes artistas y de un vigoroso idioma que, orgulloso de sus raíces, lucha contra la tiranía de los fonemas descalzos del inglés que intentan imponer los influencers y los exámenes del C1.  España guarda sus mejores secretos en sus letras, sus lienzos, su pantalla, sus fogones o su música: es un soneto de hechuras clásicas que anima a una joven a aprovechar su caduca juventud, las olas de la Jurado que rompen en el mismo mar donde desembocan los ríos de Manrique, un sonido de tacones lejanos a las puertas de la Sagrada Familia o la ronquera de un cantautor que añora al amor perdido.

Es la pata de jamón con la que Bardem y Mollá se pelean en la película de Bigas Luna, la misma que se sirve en la comida familiar de los González o los García, el balcón de Villar del Río al que podrían volver las oscuras golondrinas de Bécquer, unos boquerones a orillas del Mediterráneo o José Nieto abriendo una puerta del Palacio Real. Y, sobre todo, España es un giro inesperado de guion: el que escriben un entrenador que deja huérfana a su Selección en vísperas de un Mundial, Xavi buscando a Torres a punto de pisar el área, la chica que ya no espera a que la inviten a bailar o el gitano que se llevó a su amante al río, creyendo que era mozuela, pero tenía marido.

Existe porque, en estos tiempos de crisis lingüística, hay quien pronuncia su nombre. Para criticarla o para mejorarla. Y ahí, para bien o para mal, entramos todos: los españoles que no quieren serlo, los novios sin complejos, Reverte defendiendo a Javier Marías en su columna del domingo. Entran también los periodistas que todavía creen en su poder, los militantes de infantería, los niños que escriben su carta a los Reyes Magos y Rufián bregando en Twitter.

En esta época de división, España es un cantante fuera de tono, un pañuelo manchado de pintalabios, lágrimas y chocolate, un veterano que, por momentos, ha olvidado todo lo que ha sido y, a la vez, la mujer que siempre tiene que estar demostrando lo que vale. Pero, pese a todo, conserva esa vertiente suya, fruto de su estructura cultural, que no duele: aquella en la que todos nos reflejamos. Aunque, como sucede con el cine de autor, el público no lo reconozca. Quizá lo haga la crítica.

 

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