Hoy, martes 13, día de Marte, Dios romano de la guerra, la sangre y la violencia, profundizamos en la figura del malvado. Además, ahora que está tan de moda lo “malo, malo, malo…”

Toda historia precisa su villano. Su Norman Bates, su Nerón, su Lady Macbeth. Su Robespierre. Un enemigo tan despreciable como excepcional contra el que sea –o parezca– imposible luchar. A veces, es una persona; otras, algo más poderoso: el tiempo, un tiburón o la coma entre sujeto y predicado. En cualquier caso, tu madre siempre lo detecta: “Este es el malo”, comunica, tableta de chocolate en mano, a la televisión.

La concepción maniquea cimienta nuestro pensamiento desde el principio de todos los tiempos: ya en la Antigüedad emergen los sistemas dualistas, con modelos como el de Babilonia, con el héroe Marduk y el villano Tiamat, o el de Egipto, que depositaba en el Dios Ra el origen de la vida y en la serpiente Apohis, la conjugación de todos los males del mundo. Aunque no siempre la maldad ha representado lo mismo: mientras en el Génesis y el Éxodo el mal se destapa como una categoría religiosa relacionada con la desobediencia y, en la Edad Media, como una noción social que enmarca la predisposición por ejercer la malignia mediante la brujería, en el Romanticismo lo malvado es sinónimo de maldito, así como en el siglo XX las connotaciones psicológicas que adquiere lo vinculan intrínsecamente al crimen y la enfermedad mental.

Sobre este concepto reduccionista que fracciona el mundo entre “buenos” y “malos”, la ficción ha construido a uno de sus personajes prototípicos: el antagonista, un ser siempre trágico cuya mezquindad puede ser visible o hallarse soterrada, pero que nunca siente remordimientos por unas acciones que no entiende como punibles. Esta moral aberrante se explicita por medio de su físico; por lo que un buen malvado, por convención, raramente será guapo –Michael Corleone come aparte–, de la misma forma que la belleza del héroe será el resultado visible de la bondad que anida en su interior.

Pero un villano, ante todo, debe ser veraz. Para ello, sus actos han de estar respaldados por su propio código moral, que puede ser opuesto al de la sociedad o absolutamente distinto. Si la conducta del enemigo no obedece a una motivación o un objetivo –el poder del planeta, la megalomanía, la voluntad por imponer a la humanidad una ideología, el dinero, etc.–, pierde toda la credibilidad y, por extensión, su capacidad para producir una respuesta emocional en el espectador o lector.

Para completar al personaje, es relevante, asimismo, su superioridad o igualdad respecto al héroe: si no es igual o más inteligente y talentoso que su enemigo, el relato pierde músculo y la idea de la luz no alcanza sus cotas máximas. A partir de esta premisa –la igualdad o incluso inferioridad del protagonista frente a su oponente–, es el bien y las virtudes y consecuencias que este desencadenan, como la amistad, la bondad o la valentía, las que le llevan a la victoria: así, mientras el villano solo recurre a su sed de poder y a su caletre para pelear, el héroe tiende a combatir ayudado por sus amigos o, en otras ocasiones, sus sacrificios o su generosidad le reportan, más tarde, ciertos beneficios que serán fundamentales para derrocar adversario. La moraleja es sencilla: ser bueno por encima de ser válido. Así sucede con Harry Potter y Voldemort o Sherlock Holmes y el profesor Moriarty.

 

 

 

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Un comentario en «La maldad necesaria»

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