Dos han sido las fechas y los acontecimientos que han motivado las líneas que siguen. Enero de 2019. Agosto de 2019. Invierno y verano. Frío y calor. Pese a estos contrastes, el discurso televisivo, imparable y sin cortes, ha trazado una línea estética subterránea, que de vez en cuando emerge a la superficie de la emisión. ¿Qué necesidad tiene el espectador de conocer los datos más específicos de la muerte de una persona? ¿De qué manera hace mejor a un espectador? Esta dictadura del «veo, luego existo»(*), de la pornografía voyeurista, ha alcanzado este año en la pequeña pantalla cotas que nos trasladan a los momentos más bochornosos de la historia del medio. Por ello, y a través del cine, apuntaremos unas pautas para la imagen del presente. Un ejemplo histórico y fundamental, el filme sobre la barbarie nazi Shoah, como punto de partida.
El reino del hiperrealismo
Los dos acontecimientos a los que aludíamos al principio del texto son, evidentemente, sendas coberturas informativas (televisivas) del accidente mortal del niño Julen al caer a un pozo en la localidad malagueña de Totalán y la desaparición y fallecimiento de la esquiadora Blanca Fernández Ochoa en la sierra madrileña. En un nivel más profundo, nos preocupan dos puestas en escena que han establecido a la par que sublimado los límites de la representación de este tipo de noticias. En primer lugar, las recreaciones, las dramatizaciones consistentes en reproducir el recorrido que la medallista olímpica hizo desde su casa hasta el lugar donde murió. En un telediario de Antena 3, un carroñero reportero emuló los últimos pasos de la fallecida, que culminaron en una transmisión en directo a escasos metros del árbol donde encontraron su cadáver. En el segundo caso (también Antena 3), la implementación de la tecnología de la realidad aumentada dio pie a que en sus informativos desplegasen reproducciones en 3D del pozo que ocupaban toda la pantalla. Lo cual nos lleva a preguntarnos: ¿es necesaria esta sobreinformación, este barroquismo representacional, este irrespetuoso realismo?
La herencia que hemos recibido del tratamiento cultural de acontecimientos singulares se personifica en una explotación masoquista y exagerada de ciertos temas en algunos medios de comunicación, liderados por el periodismo amarillista, la ausencia de filtro y libertad casi absoluta en internet o la eventual representación banal en las artes. Da la impresión de que, si no vemos, no creemos. Las imágenes de la muerte ya no nos afectan como debieran, porque hemos sido testigos de guerras y barbaries más cercanas en el tiempo y en el espacio. La anestesia visual surte el efecto de un somnífero ético que nos permite aguantar la mirada ante lo horrible. En suma, la ausencia de archivo puede obligarnos a recrearlo con la ficción. El cine destaca como estandarte de la práctica de volver presente, de representar y hacer visible aquello que no llegamos a percibir. La buena práctica cinematográfica se entrega a unas imágenes que se resisten por sí solas y que otros se afanan en interceder en su viaje en el tiempo. Así, el documental que vamos a analizar nos servirá de ejemplo paradigmático de cómo hacer ver ciertas imágenes. Y sobre todo, nos invitan a interrogarnos sobre la inmediatez y el hiperrealismo de la televisión. Así, la televisión, medio del hiper-presente continuo, se enfrenta al cine, el arte del presente concreto.
Shoah (Claude Lanzmann, 1985) es uno de los ejercicios documentales más coherentes y audaces sobre el hecho representado y la propia cuestión de la representación. Dos ejemplos. Dos tipologías de escena que han tenido su eco (negativo) en esas dos coberturas informativas que comentábamos líneas más arriba. Dos manuales de cómo una recreación y una técnica (tecnología) cinematográficas ofrecen un modo de mostrar del que la televisión debería aprender, por el bien de su ética (si es que esto acaso ya importa) y la recepción de su público. Antes de acometer esta crítica a la muerte en la imagen del presente deben quedar claras algunas cuestiones. A primera vista parecerá extraño equiparar una obra monumental sobre la gran barbarie de la edad moderna y dos casos nacionales de fatídicas muertes. Con razón, esta enorme distancia (geográfica, temporal y gradual) parece cogida con pinzas. Nada más lejos de la realidad: nuestra intención es tomar un punto de apoyo máximo y ejemplar, uno de los trabajos artísticos más certeros como espejo en el que mirarse.
Retorno al pasado
La puesta en forma (y escena) de la secuencia de arranque supone como tal una declaración de intenciones por parte del director que se aplicará a la totalidad del metraje. Srebnik, superviviente que tenía 13 años cuando estuvo en el campo de Chelmno, revive los paseos en barca en los que acompañaba y entretenía a los nazis a diario con sus canciones, en el mismo lugar 30 años después. El travelling posterior por la explanada vacua del campo, únicamente reconocible por el montículo perimetral de los barracones y los crematorios, corresponde a otra de las formas recurrentes de Shoah, la incompletitud de los objetos, las huellas de las huellas, volver al lugar de los hechos. Así, el cine, arte del presente, coloca al superviviente en el lugar del crimen tal y como estaba décadas después. Solo el paso del tiempo levanta la veda para volver al acontecimiento, para pisar el suelo silencioso y vacío. El directo, la emisión inmediata, no hace más que generar ruido; la presencia de la cámara no puede sino abrir más la herida.
Otro ejemplo: quizás la escena más representativa de este viaje al pasado en la imagen presente. El memorable encuentro con Abraham Bomba en una peluquería. En los instantes iniciales de la segunda época de Shoah asistimos a uno de los puntos de mayor intensidad dramática del film, la resolución de la entrevista a este superviviente de Treblinka. Este peluquero judío fue reclutado en el campo junto a otros colegas para encomendarles la tarea de cortar el pelo a las mujeres y a los niños justo antes de entrar en las cámaras de gas. La planificación simula en el presente los hechos pasados, obligando a Bomba a recrear la situación a la vez que explica detalladamente cómo llevaba a cabo su trabajo. La escena se carga de significado al colocarnos en un lugar sin ningún parecido con la antesala de las cámaras; sin embargo, resuenan ecos visuales (los espejos) y sonoros (el testimonio) de viaje en el tiempo.
Cuando su discurso se recrudece al tener que hablar de la mujer y la hermana de un peluquero, la actitud mayéutica de Lanzmann crece. Bomba es incapaz de continuar rememorando y no puede contener el llanto. La entrevista se sume en un punto muerto, Bomba no quiere hablar y Lanzmann le insiste, le dice que “debe hacerlo. Es necesario. Usted lo sabe”. El peluquero, con voz quebrada, contesta que es “demasiado horrible”, que “sería incapaz”. Los gestos faciales que, sin pronunciar palabra, rebotan en los espejos que congelan su mente y su expresión se reflejan hasta el infinito. La cosa impensable, irrepresentable, (la que ni siquiera los testigos se atreven a recordar) encuentra en esta larga secuencia una manera efectiva de ser representada, a través del constante juego entre pasado y presente, situando su cara en un encuadre cerrado, angustioso, sin escapatoria.
La inteligencia de la interferencia
El tratamiento visual por el que los nazis son representados tiene una respuesta ideológica en Shoah. Es decir, Lanzmann no quiere equiparar moralmente a verdugos y víctimas, por lo que tampoco les iguala en el plano visual. El realizador galo relata en sus memorias el esfuerzo invertido en contactar y conseguir concertar entrevistas con nazis (llegó a ofrecer dinero a uno de ellos por su testimonio). La reticencia de muchos a prestar su voz y su imagen para un documental en el que compartirían montaje con gente a la que habían intentado asesinar obligó a hallar una forma especial de conseguir su imagen y su representación: grabando y captando una pobre señal con una rudimentaria cámara oculta. En el caso de Suchomel, que pidió no se revelase su identidad, el encuentro se produjo en un falso estudio de grabación construido en la habitación de un hotel en Braunau (irónicamente, pueblo natal de Adolf Hitler).
Todos los entrevistados tienen su sitio en el film, la película que captó sus imágenes está incluida en el montaje, digamos, de primer nivel diegético. Salvo los nazis. Seguramente por razones técnicas, aunque también podemos pensar que ideológicas. Lanzmann no “montó” estas imágenes con el resto de entrevistados: los nazis siempre aparecen desde la distancia, en la pantalla a través de otra pantalla, distorsionados, amorfos y descoloridos. Así pues, judíos y nazis no comparten montaje estrictamente. Su valor ético y moral se sitúa en extremos, los nazis merecerían tan poco respeto por sus actos que no se les equipara en el plano formal. La oportuna interferencia que tapa tímidamente los ojos de Suchomel en repetidas ocasiones nos remite mordazmente a la “trampa” que hizo Lanzmann al incumplir su promesa y enseñar su imagen en Shoah bajo ciertas condiciones. Lo que estaba narrando aquella persona debía saltarse cualquier censura por el bien de la Historia y por respeto a las víctimas.
La tecnología, como los efectos especiales, únicamente deberían emplearse cuando no hay otra opción para representar lo que se quiere mostrar. En este caso, esa artesanal cámara intrusiva, al contrario que la omnipresente realidad aumentada, liquida un obstáculo y, casualmente, resuelve poéticamente un problema ético.
Apuntes para el futuro (o el presente)
No hay nada que no se pueda representar, incluso la muerte o el horror fundacional de la modernidad. Sin embargo, muchas veces se confunde representación con recreación, e incluso en esta ficcionalización no hay prohibición (o no debería). Representar no solo es crear imágenes de cero, expresividad, figuración. También el silencio, la palabra, la deconstrucción de la imagen permiten decir mucho con poco. La pluralidad de visiones hace un sumatorio que enriquece el debate de la representación. La ficción (diseño de una realidad) se antoja la opción formal y ética más fácil y peligrosa. El cine documental, por el contrario, sea cual sea su tipología, obliga a indagar en lo real y sus elementos, y con esa materia bruta hallar una forma respetuosa (y poética) de hablar de lo (casi) indecible. Por desgracia, la muerte en la imagen del presente está movilizada por sentidos que nada tienen que ver con la responsabilidad moral o la buena praxis artística. Cuando se pasa del público a la audiencia, cuando el estatuto del espectador cambia de lo cualitativo a lo cuantitativo, el «en vivo» reporta más beneficios que la elaboración lenta y concienzuda. Desgraciadamente, la democratización y el fácil acceso a que todo el mundo pueda crear imágenes resulta, cuando menos, problemático. Si los espectadores están dispuestos y abiertos a esperar un poco más a cambio de una información y una representación que no despierte sus instintos más primarios, aquí tienen por dónde empezar. Frente a la espectacularización a toda costa, buenas son la prudencia y la distancia.
*Debo esta idea a Santos Zunzunegui, para quien este principio, junto con el «me ven, luego existo», constituye el sujeto-espectador contemporáneo.