Sabemos que los libros son fuente de conocimiento, sí. Y de virtudes, también. Sabemos que son una vía de evasión, desde luego. Y de olvido, menos mal. Sabemos que los libros muerden, queman, alegran, entristecen, pesan. Sabemos que nos hacen pensar, obviamente. Y que nos hacen sentir (touché). Pero hoy, para celebrar este Día del Libro confinado, no opinaré (solo) de libros. No opinaré (solo) de literatura.Hablaré de lo mismo, pero de distinta forma: hoy contaré mi experiencia con la escritura.
Escribir es el arte de la pérdida. Y, paradójicamente, de la conquista. Hay en esto de la literaturización compulsiva una irremediable venta de la intimidad, un ejercicio de exhibicionismo que, aun siendo digno y velado, tiende un angosto pasadizo hacia nuestros rincones más secretos. Expuestas por una rendija las trincheras del yo, en esta vertiente secular de la confesión no siempre existe arrepentimiento, aunque sí cierta purificación. De hecho, tiene mucho de terapia, pero también de penitencia. Escribir significa asumir la derrota y pagar por un delito que no has cometido: reconocer que hay algo que no podrás decir; esa clase de materia más allá del sistema lingüístico que exige otras formas de expresión, otros accesos a lo absoluto, capaces de salvar las trabas de un lenguaje denotativo, lógico y referencial. Sin embargo, a partir de esa conciencia resignada de lo inefable, la letra también lleva a la sublevación: se destapa la pluma como se desenvaina una espada y se inventan formas inauditas para reprogramar una realidad que por sí misma no basta, porque el mundo, para quien escribe, está mal hecho.
Desde mi punto de vista, entre sus definiciones canónicas no se suele mencionar la que mejor la delimita: la escritura es una cepa, aun sin catalogar, de neurosis. Para quienes escribimos, hipocondríacos textuales sin posibilidad de curación, la obra siempre está inconclusa. Por extensión, siempre es mejorable: atrapados en nuestro propio relato, nos torturamos sin piedad por la coma que no pusimos, la historia que estaba ahí y se nos escapó, la metáfora, demasiado rebuscada, que no entendiste. Repensamos las palabras hasta desnaturalizarlas, con una devoción ciega por la (im)perfección retórica que raya lo obsesivo. Andamos al acecho de la expresión última, creyéndonos dignos de invocarla, y anhelamos superar la vieja dicotomía entre fondo y forma.
En mi caso, lo desesperante de este proceso es, precisamente, eso: el proceso. A veces, lento; a veces, intermitente y, otras, improductivo. Te pasas toda la tarde rumiando la construcción definitiva, mientras tu compañero de mesa, que lleva horas taladrando el teclado sin el menor ribete de empatía con tu esterilidad creativa, ha escrito, desde un enfoque deconstructivista, una apología lúcida y trascendental de la morcilla. Aunque la humillación no se queda ahí: utilizando como leitmotiv la muerte de su canario, su talento poético también ha alumbrado tres nuevas creaciones en cuaderna vía, cuyos alejandrinos decorarán los pasos de cebra de cualquier ciudad. Entre ambas obras universales, sesenta sentadillas y un bocadillo de chorizo.
Cuando la inspiración ignora mis llamadas, como si yo fuera un pretendiente desesperado por concertar una cita con la chica más lista del instituto, me entrego a un ritual casi funesto: ante la eterna espera, consulto el reloj con precisión kantiana y camino por la casa al estilo de los peripatéticos en busca de una idea decisiva, pero, consciente del rechazo, termino sucumbiendo frente al nihilismo más radical. “Nada, no se me ocurre nada: me he quedado yerma de palabras”, suspiro. Leo, entonces, para encontrar en la boca de otro las palabras que me fueron negadas y, arrastrada por las pulsiones del lenguaje, siento envidia de aquellos a quienes los oxímoros les brotan a borbotones, como si las musas los hubiera obsequiado con un don natural para la contradicción.
No obstante, quienes escribimos no solo hallamos una fuente de ingenio en los libros; la hallamos, asimismo, en otras narrativas con las que nos topamos por cualquier lugar: el metro, el cine, el supermercado… Fisgoneando como detrás de una cortina conversaciones que no nos pertenecen, rebañamos los términos y las anécdotas que se pronuncian con naturalidad y que, sin embargo, podrían rescatar alguna de nuestras frases del abismo. Historia que se alimenta de historias, nuestra prosa, a pesar de rubricarse con una firma personal e intransferible, también se instituye en diálogo con otros relatos, que curioseamos, quizá sin permiso, a través de la merilla. Siempre dispuestos a fagocitar el verbo ajeno.
Quizá por ello nos cuesta tanto desprendernos de nuestras palabras, por miedo a que la voz que creímos nuestra sea ahora de autoría pública. Como el autor desposeído que siempre temimos ser, en ocasiones nos enfrentamos a la amenaza de unos personajes desleales que se rebelan con el mismo talento con el que se rebeló la aldea gala de Astérix frente a los romanos. Porque, he aquí el síntoma más característico de nuestra neurosis congénita, en la obra metaliteraria que escribimos día a día, la vida y la escritura acaban constituyendo espacios complementarios y a veces intercambiables. Termino este texto con la certidumbre de que lo volveré a corregir en pocos minutos, hasta que una voz, susurrante, me dicta: “Aquí nace una novela”. ¿Será esta la inspiración que estaba esperando?