En Código Público analizamos Malaherba, la primera novela de Manuel Jabois, donde se relatan con posterioridad y en primera persona las hazañas de Tambu, un niño de diez años que, junto con su hermana Rebe y sus amigos Elvis y Claudia, descubrirá lo mejor y lo peor del ser humano, el amor, la muerte o la transgresión de lo prohibido.

Malaherba impresiona porque, desde la primera a la última página, sabe guardar silencio: el texto se calla, pero ese mutismo o vacío es, a todas luces, su más poderosa revelación. La historia de Jabois desecha las apostillas y los aforismos con ínfulas de lecciones para que sea el lector quien, hundido bajo la losa de la nostalgia, rescate lo que palpita de una forma tan reconocible que, como tal, no necesita ser verbalizado por su autor. Así, a través de un niño de diez años llamado Tambu, el libro habla de lo más importante y de aquello que marca –del amor, del miedo, la muerte, del bien y del mal, de la infancia–, con una pureza que asusta. Y lo consigue por la ingenuidad infantil de este protagonista narrador; un pequeño sin respuestas que mira el mundo con asombro y a los adultos con estupefacción.

Sin que ninguna voz narrativa exterior a los hechos descubra el truco y a partir de la extrañeza de Tambu frente a lo habitual para el adulto, la novela pone en la palestra temas como el pudor por el sexo y la sensación de culpabilidad, herederas de la sociedad postfranquista de los años ochenta, que el tierno Mr Tamburino padece sin la conciencia de ser su víctima.

A lo largo de este itinerario de mensajes implícitos y de distintas emociones en disputa, el lector asiste a lo mejor del libro: la peculiar historia entre Elvis y Tamburino. Iluminado por la ternura de estos dos personajes, que desarmarían hasta al más duro de los vaqueros, florece un amor infantil sin aditivos ni circunloquios que desnuda lo que puede haber de artificial o de impostado en una relación adulta hasta descubrir la amistad y el cariño más puros y absolutos. Todo ello vivido por la candidez virginal de dos angelitos ajenos a las pulsiones sexuales que no comprenden los prejuicios que desencadena su relación.

De esta forma, con una prosa autosuficiente que a menudo se acicala con el léxico y la sintaxis habitual de los críos, Malaherba penetra en un terreno tan hollado como la novela de infancia, aunque Jabois lo pisa con botas relucientes merced a su perfecto acoplamiento de lo bello y lo terrible. Su originalidad combina con un humor que encuentra en el repertorio de travesuras que urden los chavales en el colegio su gran campo de actuación, aunque también se prodiga en la interpretación equívoca por parte de Tambu del mundo de los mayores o en sus ocurrencias. No obstante, lo cómico no se presenta como camino, sino como salida: ante el dolor que preside el relato, el ingenio de Jabois salva al lector de yacer ahogado al fondo de sus páginas. Es un libro muy emotivo –y desde luego, emocionante– que podría matarte de pena o de una carcajada, pero que recomendaría incluso a los paladares más selectos: todos sobrevivimos a estas historias porque son tan reales como la vida.

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