Mi sobrina Lucía, con quien comparto nombre, es tan especial que, pese a sus tiernos dieciocho meses, ya puede presumir de mote: Minilú. En un mundo en el que prevalecen lo intangible y lo superficial, ella representa lo puro. Lo firme. Es una personilla de principios incorregibles: cuando la abu le intenta dar de comer por lo civil o lo criminal, ella cierra el buzón, mueve la cabeza hacia un costado e, impertérrita, espera su momento, al tiempo que mi madre se desespera. Lo que la abu tantea con dialéctica ella lo anula con pragmática. Como si al nacer se hubiera caído en la marmita de Panorámix, tiene una fuerza y una energía sobrecogedoras. Y lo mejor: sabe contagiarlas. Es un espíritu libre que nunca claudica, una adelantada a su tiempo.

Cuenta en su currículum de records con más logros que Messi: a los ocho meses ya aprendió a gatear y, a los doce, a andar. De momento no habla, aunque tampoco lo necesita: con cuatro sonidos guturales nos ordena y maneja a mi madre y a mí, que, cautivas y desarmadas ante su encanto pueril, perdemos todos los palos del sombrajo cuando sonríe. Admirada y concentrada, presta atención a nuestras conversaciones e, impotente, intenta reproducirlas –con todo tipo de entes: palomas, personas, biberones o con su muñeca María Teresa. Tras una sucesión de “gorigorigoriiiii”, Minilú ya lo sabe: su pseudolengua no es la misma que usamos sus familiares. Pero eso no importa; ambas constituyen la realización del atributo de los atributos, el lenguaje.

Mientras la ciencia ficción ensancha sus límites creando nuevos héroes, el ser humano pervive en su camino hacia la conquista del mundo a través de ese superpoder que nos es tan natural como respirar, pero al que habitualmente infravaloramos. En todas sus formas, la Palabra permite progresar a sus hablantes más allá de los límites de la selección natural, dotándole del andamiaje conceptual necesario para pensar en sentido abstracto y planificar con antelación, para proyectarse en un futuro hipotético, para imaginar las nociones del tiempo y del espacio y para concebir aquellos conceptos con los que talla su esencia, como el de Dios, la libertad o la inmortalidad. Ninguna alimaña podría hacer jamás algo así.

Y si hablamos del lenguaje, hay que mencionar, por supuesto, a su maestro: Noam Chomsky. A partir de 1957, el “más importante de los pensadores contemporáneos”, según The New York Times, se apoderó de todo un ámbito de estudio –la lingüística– limpió sus anaqueles de polvo y viejas manchas y lo convirtió en una ciencia de rigor. Con su teoría de la Gramática Universal, la lingüística abandonó su puesto de disciplina aledaña y edulcorada y se convirtió en el acontecimiento principal, aupada a la altura de las inmortales y trascendentales categorías de Platón.

A menudo denostado por su ideología, desprestigiado por la Inquisición del empirismo, Chomsky consiguió revelar uno de las incógnitas del Homo loquax. Pero, también (y sobre todo), del Homo sapiens: frente a la guardia empirista que, a lomos de Hume y Locke, atribuía a la mente una mera función de reproducción y de recolección de datos, pues la consideraba una suerte de pizarra en blanco que se rellena a través de la experiencia, Chomsky, a través de sus investigaciones sobre las lenguas humanas, demostró la invalidez de esta premisa en lo concerniente a la estructura lingüística. Y todo gracias a un axioma: el lenguaje no constituye una asignatura por aprender, sino una capacidad y, por ende, toda persona nace dotada de un “órgano” que se halla en el cerebro y que se activa desde el primer latido en el exterior, aunque se irá perfeccionando a lo largo de la vida. El cerebro, en consecuencia, ya no era una tabula rasa; era algo mucho más eso; de ahí que Minilú (todavía) no hable, pero sí entienda. Y Chomsky, a camino entre el calabozo y su despacho en el MIT, fue quien primero lo reveló: como diría Pablo Casado, en (otra) incorrecta alusión literaria al Quijote: Ladran, luego cabalgamos.

 

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