Como tantas otras fantasías realistas, el filme Pleasantville propone dilemas en los que los protagonistas sufren por enfrentarse a la violenta realidad o abrazar el idealismo de la fábula.

Un lugar placentero

Vayamos al grano. Esta poco recordada obra de Gary Ross divide sus temporalidades en dos niveles narrativos diferenciados. El primero, un plano de la realidad presente en la que viven los protagonistas. El segundo, el mundo ficticio contenido en el real, que es la serie de televisión que da nombre a la película. En líneas generales, el largometraje de Ross apunta directamente a uno de los temas que vertebran la historia del audiovisual. Me refiero sin duda alguna a las formas en que los discursos cinematográficos y televisivos ponen en escena el enfrentamiento de los espectadores con las imágenes que estos consumen.

A través de esta propuesta circulan las reflexiones planteadas por Ross en torno a la presencia doméstica del gran medio de masas de los últimos sesenta años: la televisión. Esta idea se puede sintetizar fácilmente: el pasado, sea histórico o ficticio, es una imagen incompleta que se puede colorear. O dicho de otro modo: a raíz de la modificación del arte establecido, de la imagen repetida hasta la saciedad, es posible trastocar el mundo propio natural. Partiendo de una manipulación de la ficción se puede desembocar en una alteración vital. El sujeto, por una identificación tan espectacular como imposible, se funde con el objeto artístico de su deseo, narcótico, y le impulsa a enfrentarse a la negatividad de lo real.

It’s TV time!

Los hermanos mellizos David y Jennifer viven la típica existencia anodina e insatisfactoria de una pequeña ciudad cualquiera de Estados Unidos. Una noche, tras una disputa por el mando de la tele, el cual se rompe, un operario técnico aparece en su casa y les ofrece un novedoso dispositivo con el que podrán controlar el aparato. Pese a esta milagrosa solución, el enfrentamiento persiste, y en un forcejeo pulsan un botón que los transporta al mundo de la célebre serie Pleasantville. Una vez trasladados a ese pueblecito perfecto, donde la temperatura es siempre la misma y la mejor, donde nunca llueve, donde no hay ningún problema manifiesto, los hermanos se afanan por volver a casa, al mundo real. Su presencia implica modificaciones que ponen patas arriba la moral del pueblo. Todo esto se representa con el coloreo de un mundo clásico en blanco y negro. Con el cromatismo llega lo moderno.

Al final del relato, toda vez que el heroico David ha abierto las mentes de sus vecinos, amigos y familiares ficticios, Pleasantville se llena completamente de color. Con una valiosa lección aprendida, David regresa a su hogar, pero Jennifer decide no acompañarlo. La joven escoge esa vida que, a fin de cuentas, ni es ideal ni está tan lejos de su mundo real. Por esta razón, a sus ojos no hay diferencia entre estar dentro o fuera del televisor. Ya en casa, David conversa con su preocupada madre, a quien consuela diciéndole que en la vida nada tiene que ser perfecto.

Son innumerables las escenas visualmente impactantes y narrativamente significativas que dan forma a este enfrentamiento entre la falible realidad y la casi perfecta ficción. Pero me gustaría señalar brevemente las dos que abren el relato.

El magnetismo

Con el chasquido de encendido de un televisor aparece una masa informe de colores cambiantes, componentes de objetos e imágenes todavía indeterminadas, al son de un flujo de voces entrecortadas. Se trata de locutores, personajes, voces en off provenientes de programas efímeros, descartados por alguien a quien no podemos ver. Esto es, el de un zapping indiscriminado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Poco más tarde se confirma que estamos ante un primerísimo primer plano de un monitor televisivo. No es la cámara la que se desplaza hacia atrás, sino el objetivo, lo cual puede entenderse como la representación de esa distancia insalvable del espectador. Es decir, el acercamiento con intenciones de entrar en las imágenes siempre se realiza desde el ojo, desde la mirada atraída por el magnetismo catódico, no con el cuerpo. Tan lejos y tan cerca al mismo tiempo, como se suele decir, porque el punto de cercanía máxima es tal que no se puede ver nada. A veces la anhelada ausencia de distancia con el objeto de deseo o con la imagen emotiva se torna contraproducente.

La vida desenfocada

Tras esta obertura comienza el filme propiamente dicho. Este segmento se abre a la manera de los cuentos de hadas con un “Once upon a time”, con letras itálicas de trazo humano, el cual ya de primeras pone las bases fantásticas que minutos más adelante brotarán. Desde el silencio y la pantalla en negro se inicia un rápido montaje de planos generales en un instituto o campus universitario, llenos de gente joven y con música rock de fondo. Esta secuencia desemboca en el primer «diálogo» del filme.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Con un sencillo plano contraplano, David habla a la chica que le gusta del colegio, en una imagen con nula profundidad de campo que anula su alrededor para enfatizar la abstracción amorosa que exige una petición para salir. Para suerte del joven, la chica sonríe y da la impresión de que vaya a aceptar la propuesta de pasar juntos el fin de semana fuera de casa (los días en que precisamente se va a emitir el maratón de Pleasantville). Sin embargo, un cambio en la escala del plano (de primero a gran general) y un aumento muy acusado de la profundidad de campo desvelan que la conversación era pura imaginación de David: este se encuentra solo en la inmensidad del campus, y a muchos metros del sujeto de su deseo, quien, para más inri conversa alegremente con otro chico

No hagan esto en casa

Ahora que llegan las vacaciones para muchos de nosotros, mantengámonos a esa distancia perfecta con nuestras pantallas. Porque a veces la viveza de los árboles no nos deja ver el bosque, el frescor de las olas nos impide ver el mar, y las hipnóticas imágenes nos ciegan de lo que hay alrededor. Aunque nada de todo eso sea perfecto.

 

 

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