Hace un mes eché la vista atrás, más bien fue mirar al bies, una coda, un breve brindis a Santiago Castelo. Desde entonces, ese final me ha sabido a poco y, para ser sinceros, desde que comencé a escribir en este medio he sentido la necesidad de dedicarle unas palabras. Al fin y al cabo, todo es poco. Ya lo dijo José Alfredo, en otra despedida: que te den todo lo que no pude darte. Aunque yo te haya dado de todo.

Santiago Castelo (1948-2015), nació en plena posguerra, en un pueblo extremeño al límite de la frontera con Córdoba. Emigró, como casi todos a finales de los cincuenta, a probar suerte en la capital. Pasó su juventud en un Madrid por el que aún pastaban las ovejas a ras de los edificios de nueva planta, barrios humildes y mucho frío.

Consiguió un trabajo de contable en una farmacéutica para poder pagar sus estudios en la Facultad de Periodismo, de la que salió con el premio al mejor expediente. Pronto empezó a trabajar en el diario ABC, del que años más tarde sería subdirector. Condecorado con el Premio Julio Camba en 1993 y el Premio Luca de Tena a la trayectoria en 2007. Su compromiso con Extremadura fue firme y duradero, y estuvo al frente de la Real Academia de Extremadura casi veinte años.

Cito, entre muchos de sus galardones, el Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua Española por su libro Memorial de ausencias (1978), Medalla de Extremadura en el año 2006, o el XXV Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma por su último libro La sentencia publicado en la colección Visor de Poesía en 2015.

 

LA ROSA

Eso. La pura esencia del dolor.
La espina de la rosa.
Sutil y enfebrecida,
como un dardo.
La rosa desmayada en tu memoria.
Y esa fragancia honda
que vuelve y vivifica.

 

SILBO

A veces se oye
un muchacho silbando
calle abajo.
Miras tras el visillo,
pero no hay nadie:
es la memoria
de la vieja calle,
del joven que tú eras,
del sueño que verdece,
del agua entre los dedos.
Voluntad de lo efímero.

Nostalgia de un silbido.

La sentencia (2015)

 

Pero lejos de logros curriculares, fácilmente contrastables, Santiago Castelo era un hombre dotado por la vida, o por qué sé yo qué misterio, de una extraordinaria sensibilidad hacia lo humano sin perder esa pátina de religiosidad fervorosa y verdadera. Un hombre del que brotaba la amistad sin celo. Una rara avis en la vorágine de luchas e intereses egoístas en los que este mundo parece estar inmerso.

Sus manos fueron una constelación de bendiciones duraderas, paternas y leales, acumuladoras de una generosidad incalculable. Copiosas de un amor por los demás y por la literatura, a quienes daba tanto de sí que se podría decir que vivía para conferir al mundo de esa falta de bondad y cariño desprendido.

En su mirada, clara y precisa, aún tenía el recuerdo de su infancia en Granja de Torrehermosa. Una niñez colmada de trigo y azaleas, de luz que brotaba de tapias y jardines. Aquella realidad labriega, aquel trasunto mágico en el campo extremeño lo acompañaría hasta el último de sus días.

 

CANCIÓN DE AGOSTO

Por el trigal, labradores,
se van mis sueños al mar
buscando sus resplandores.

Ojos para no morir,
estrellas como vigías
de la noche…
Aquel faro es un reproche
que no me deja vivir.

Más lejos, amor, más lejos.

Que esa espiga iluminada
es una jarcia clavada
sobre las aguas del cielo…

Mucho más lejos…

    Más lejos…

Por el trigal, labradores,
besos de cristal y roca
van segando mis amores.

Memorial de ausencias (1978)

 

Le encantaba pertenecer a otro tiempo donde se estilaban las galanterías y los ademanes nobiliarios y siempre le rodeaba una pátina de misterio esbozada con una sonrisa socarrona, pero sin malicia, seguro de gustar -porque gustaba, y lo sabía-, donde se escondía toda la verdad del mundo.

Sin duda su voz, como de tormenta estival, refrescante y tronadora, dictaba sentencias inequívocas o susurraba los consejos certeros en los momentos más necesarios. O, de pronto, te acogía en su declamatoria rebosante de anécdotas que adornaba con paréntesis o silencios precisos para mantener la atención del público.

Los que le conocimos sabemos que, tras esa pose de lord inglés, tras ese ademán protocolario, siempre acompañado de un príncipe de Gales con iniciales bordadas en la camisa, fiel a la corbata, gafas de carey, sombrero y sotabarba de noble dieciochesco, se escondía una persona tremendamente humilde y pudorosa. Una persona de la que se podría decir que verdaderamente era pura bondad. Definir a Santiago Castelo es imposible, pues no cabe en él definición alguna.

En su libro Cuerpo cierto, Juan Manuel de Prada prologaba: «El día que Santiago Castelo se nos muera, habrá que encargar a un forense que lo abra en canal, de la gorja al planetario ombligo, para que halle la víscera donde anida su talante superior; entonces descubriremos que Santiago Castelo padecía hipertrofia en el corazón, y que sus aurículas y ventrículos se habían estado hinchando en vida, hasta convertirse en salones subterráneos, para no estrangular el acceso a ese tumulto de grandezas espirituales que navegaban por su corriente sanguínea.»

Castelo inició su andadura como poeta en el momento en que el exilio de Extremadura a Madrid se abrió como una fuente de inspiración.  El desarraigo de la tierra natal marcarían en su adolescencia un carácter nostálgico. Es en esta explosión de poesía reivindicativa, de compromiso casi político con la literatura extremeña, en la que publica Tierra en la carne, escrito entre 1970 y 1975 y, más tarde, Cruz de guía (1984). Con Antología extremeña (1995) se recogerían todos los poemas escritos al albur de su cuna.

 

CARNE DE TIERRA

La mano es tierra
y tierra abierta al corazón que late,
tierra es la sangre,
y en el rincón callado
del pecho hay tierra como cal hirviente,
tierra la carne tierra,
y esta sed solitaria me es de tierra
hecha de polvo fiel de Extremadura…

(En la alforja del alma
firme y dura,
llevo un trozo de tierra enamorada
para siempre saber cómo es mi cuna)

Tierra en la carne (1976)

 

Su poesía está preñada de imágenes, vivencias y viajes. Santiago Castelo parecía estar siempre escribiendo un diario lírico enmarcado entre la exaltación vitalista y una serena melancolía. Así surgen títulos como Monólogo de Lisboa (1980), Cuaderno del verano (1985), Siurell (1988), Diario de a bordo (1994) y Hojas cubanas (1998). Dije, al terminar el artículo «Las anchas hojas de la higuera», que Castelo nos habla en la lengua del verano pues toda su vida fue «un verano/ excitante y maduro que solea/ como un beso frutal sobre tu mano».

Simón Viola escribe, en el amplio y detallado estudio preliminar que hace en la antología La huella del aire (2004), que Castelo era «reacio a las polémicas estéticas, razón o síntoma de su rechazo a la militancia en grupos o corrientes, con una acusada simpatía por los escritores postergados» y añade, en palabras de José Moreno Villa a Enrique Díez-Canedo: que «fue jovial, animoso y poeta, jugó limpio, vivió en impecable lealtad y ponderación, no dejó un sólo enemigo».

Hoy, Santiago Castelo cumpliría –cumple, porque vivir, sólo vivir vale la pena­– 71 años y su poesía sigue vigente. Llena siempre de una belleza que reafirma la vida y la nostalgia, como las espigas agostadas en la era en las últimas horas de luz, como una forma antigua de morirse la tarde. 

 

FOTOGRAFÍA EN BLANCO Y NEGRO

Cuando todo termine quedará lo más nuestro”

Santiago Castelo en su casa de Madrid. ca. 1980. Archivo Privado.

LUIS ROSALES

Cuando pasen los años y hayas envejecido
miraré este retrato y subirán mis ojos
por aquella secuencia de una siesta en Castilla
en que mordí tus hombros como una fruta fresca.

Cuando pasen los años quedará tu sonrisa
colgada de mi alma igual que si estuvieras
alegre como entonces entre un mar de ilusiones

y el aire te rizaba levemente el cabello…

Cuando pasen los años anidará en tu pecho
un coro de nostalgias.
Y dirás: Tuve un hombre
que me hizo un retrato entre bromas y veras
una tarde de julio.
                          Una tarde serena

en que ardían las mieses bajo un sol de verano
mientras iba su boca recorriendo mi cuello
y mis dedos guardaban su garganta en mi mano.
 

Aprendimos de pronto que la vida no mure,
que siempre habrá una brasa encendida en los labios

Guardamos en el álbum del amor escondido
esta fotografía de una siesta de verano…

Con todo lo más nuestro quedará esa sonrisa
detenida en el tiempo,
cuando pasen los años…

 

Cuaderno del verano (1987)

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