Que dice Gabriel Rufián, celebérrimo diputado de Esquerra Republicana y acérrimo paladín de “una Catalunya lliure” y abastecida de cartuchos, que Tarragona, así, hasta donde él sabe, “nunca ha tenido una historia propia”. Que, por carecer, carece incluso de moneda y de idioma particulares. Y que escolta, que esta ausencia de raíces y de frutos, esta identidad de pacotilla sin impronta ni foto de carné, le parece “un argumento cuanto menos curioso” y válido para desechar la idea de una Tarragona independiente, al alimón con Barcelona, de una Catalunya también independiente. Sí: “Cuanto menos”.

Vamos, que Tarragona no es més que una provincia del montón. Del montón normalito, por lo visto. Que la independensia, pa’ quien se la trabaja desde hace tiempo. Que cómo se van a pirar estos de la Costa Dorada de un día para otro. Y que no les rallemos con tonterías de este palo, nen. Y, mientras, de cualquier forma menos in pace debe de estar, perplejo y ajado, el promotor de la ciudad de Tarragona, Cneo Cornelio Escipión, quien, en el marco de la segunda Guerra Púnica, en pleno enfrentamiento entre romanos y cartagineses por el control del Mediterráneo, estableció allí, en el año 218 a. C., una guarnición romana que, con el tiempo, terminaría convirtiéndose en el principal enclave militar de Hispania. Fue a partir de ese momento, desde la bautizada Tarraco, cuando el ejército latino conquistó la Península Ibérica a lo largo de los doscientos años siguientes e introdujo la cultura que todavía hoy talla la idiosincrasia del ciudadano español en su esencia. Junto con ella, se adoptaron también la red de calles y los métodos de construcción del imperio: el foro provincial, el circo, el anfiteatro, el famoso templo de Augusto, modelo para todas las provincias del emporio romano, y el teatro, los principales focos de ocio de una urbe que, a través de sus edificios para la administración social y política, serviría de eslabón entre el pueblo y el Estado.  

Pues eso. Apunte, Rufián: que resulta que, “cuanto menos”, Tarraco, obra de Escipiones –Tarraco Escipionum opus-, como proclama su leyenda, atesora su vidilla. Y su prestigio. O por lo menos lo poseía cuando, alrededor del 45 a.C,. el mismísimo Julio César, un mindundi de la época, le concedió el título de colonia como agradecimiento por la lealtad que mostraron los tarraconenses durante la guerra civil contra Pompeyo en esa cita de la historia que el militar de la dinastía Julio-Claudia retrató en sus Comentarios a la Guerra Civil y que algunos tradujimos para Selectividad seducidos por sus ablativos absolutos. De la mano de Augusto, además, la ciudad se convirtió en la capital de la Hispania citerior, de Tarraconensis, una gran provincia que albergaba más de 300 ciudades, y se llevó a cabo una reforma del sistema monetario, con la que se implantó el pago de monedas por todo el imperio. La de plata con la inscripción Tarakon fue una de las muchas que se pusieron en circulación. Total: que Tarragona tenía hasta moneda, economía, comercio. Prosperidad.

Pero no se preocupe, señor Rufián, no es el primero ni será el último en desconocer la herencia romana de la que disfrutamos. El problema, sin embargo, emerge cuando por medio de la política de infantería que en ocasiones diezma los foros de la nación se pretende vestir con elocuentes dislates la ignorancia de quien, micrófono en mano y con ínfulas de visionario, se siente más allá del bien y del mal. O cuando, a través de este plan sin fisuras que es el Procés, la lengua, en este caso el catalán, que como el castellano proviene del latín, se convierte en un elemento de división y no de unidad, como si los idiomas, sus palabras, constituyeran candados para las puertas de los portales en vez de los retratos familiares que, en realidad, conforman.

Terminaría con una frase en latín, pero, para que nos entendamos todos, lo haré con una oración muy de madre: “Estos no se enteran de la misa la media”.

 

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