En los compases iniciales de la obra magna de Ernst Lubitsch Un ladrón en la alcoba (1932) la cámara nos introduce, después de un majestuoso travelling desde el exterior de un hotel, en la habitación del varón Gaston. Allí, este aristócrata da la bienvenida a su cita, una joven y acelerada condesa, con la que se prepara para una cena inolvidable. En la suite contigua, se acaba de cometer un robo en el que un asaltante se ha llevado un buen botín del huésped Filiba. Rápidamente nos vamos dando cuenta que las maneras elegantes de la pareja no se corresponden con la realidad superficial. En primer lugar, una hojita pegada en la americana de Gaston indica que el pulcro varón ha abandonado en algún momento de la noche su lujosa terraza.

 

Una llamada de teléfono a la condesa nos revela que puede que se haya excedido un poco con su título nobiliario. Estos tenues detalles, en apariencia insignificantes, son subrayados por ciertas decisiones espaciales: en varios encuadres la pareja se enmarca en un gran cortinaje, a guisa de telón de proscenio dramático, momentos antes de quitarse las máscaras y mostrarse recíprocamente su verdadera esencia.

 

 

En ese instante ambos descubrirán al mismo tiempo sus identidades y se sublimará la información privilegiada ofrecida al espectador: que Gaston, lejos de ser un varón, es el ladrón que ha puesto patas arriba a los trabajadores del hotel; que Lily, lo más cerca que ha estado nunca de ser condesa es por haber robado a un varón que, casualmente, comparte su «noble» profesión. La cartera del señor Filiba pasa, pues, por cuatro manos distintas. Descubrimiento y punto de giro en la escena que no se agota en los ingeniosos diálogos de Samson Raphaelson. Lubitsch, con quien se comenzó a entrever lo que podía ser la significación cinematográfica, inserta dos planos decisivos en pos de fortalecer la situación de engaño e interpretación de papeles de Gaston y Lily. Gaston se acercará a la puerta de la habitación para cerrarla con a cal y canto; en el plano sucesivo, las largas cortinas que habían servido unos minutos antes de espacio para levantar la veda del engaño, se cierran como una caída de telón al final de la representación.

 

Porque una representación es lo que están llevando a cabo los dos criminales: un juego de suplantación de identidades, de sustracciones invisibles. Por si fuera poco, el genio de Lubistch se guarda en la manga el as con el que gana la partida de las apariencias: una vez que Gaston y Lily se han identificado y enamorado, tumbados en el sofá, habiendo declarado su amor mutuo, un fundido volatiliza sus cuerpos, truco que incide en el sortilegio de su discurso y lo camaleónico de sus actos. Para concluir, el cierre de cortinas que clausuraba, de puertas para adentro, la pequeña farsa de los ladrones, se completa con una apertura de telón: ya no hay nada más que esconder.

En otras palabras, el maestro Lubistch entiende el espacio fílmico como un tablero de juego para la expresión cinematográfica. Mediante la posición de los personajes en puntos específicos del decorado, envueltos por el manto semántico de objetos nada triviales, encuadra una situación dentro de telones o cortinas como si lo que ocurriese dentro de sus líneas de acción fuese mentira. Ya que el cine es un arte del espacio, de lo que sacrificamos y lo que incluimos, de lo que sale y lo que entra en sus límites, de lo que dicen y hacen los personajes dentro de su lógica. Por ello, la cortina (o telón) significa representación, apariencia. Ilusión que no deja ver el oasis real que se quiere alcanzar, paréntesis de una escritura teatral en el lenguaje cinematográfico.

En definitiva, que la puesta en escena y forma teatral en esta joya de Lubitsch significa falsedad y suspensión del juicio. Sus imágenes nos dicen: “esto no es lo que parece, esto no va a ser como ahora ha sido”. Si una representación, una ficción, ya es algo que no es ni verdadero ni falso, que está entre la verdad y la mentira, una especie de representación dentro de otra representación (para ser más exactos: acciones teatralizadas dentro del cine) será doblemente engañosa y significativa. Así pues, este filme nos obliga a preguntarnos que quién podría lamentarse o querellarse, como diría Bazin, de que gracias al cine se hayan dado metamorfosis fílmicas de situaciones teatrales que sin el cine no habrían alcanzado ni la mayoría de edad. Es decir, de que al arte no sea, nunca haya sido, una mónada pura e intocable.

Por muchos años de sugerente y fructífera contaminación.

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