The French Dispatch representa la culminación del intento creador de Wes Anderson, que desde que se estrenara El Gran Hotel Budapest (2014), se ha convertido en uno de los grandes directores de su generación, con uno de los estilos más reconocibles en la historia del cine. Anderson crea, una vez más, un mundo complejo y colorido. Decorados, personajes y tramas se unen para contarnos el sueño del autor, que como tantos otros, nos resulta confuso a la vez que atractivo.

Un sueño frenético

La ciudad ficticia de Ennui-sur-Blasé recuerda, más que a una ciudad francesa real, a la imagen subjetiva y estereotipada que el público e incluso el propio autor, pudieran tener de la misma. El nombre, que puede traducirse al castellano como “aburrimiento sobre apatía”, refleja precisamente esta generalización que Anderson busca reflejar. Sus gentes, sus calles e incluso las ratas, que pasean a sus anchas por la ciudad, nos hablan de la idea del país incrustada en el imaginario colectivo.  

En este contexto, encontramos una revista claramente inspirada en la famosa publicación The New Yorker, que servirá como núcleo en torno al cual se desarrollarán tres historias. Todas ellas enlazadas con las diferentes secciones de la ya mencionada revista. La película se basa en este concepto de metarrelato que, en estilo y forma, recuerda bastante a un sueño.

El ritmo es rápido, incluso confuso en algunos momentos. Sin embargo, una vez superado el golpe inicial y aceptada esta confusión, la película se transforma en una experiencia familiar. Se deja de lado la concepción de lo real y comenzamos a experimentar una visión más cercana a lo onírico. 

A esta visión la respalda el trabajo del director de fotografía Robert Yeoman, asiduo colaborador de Anderson. Como ya es costumbre, Yeoman opta por una estética analógica, que nos transporta al pasado reciente de los años 60 y 70, en los que revistas como The New Yorker, vivían su época máximo esplendor.

La intención analógica no se ciñe solo al aspecto visual, sino que también encuentra en objetos cotidianos, especialmente cartas escritas a mano o a máquina, su principal aliado. Anderson nos lleva de la mano a un pasado nostálgico, en el que lo material tiene esencia propia.

Del sueño al papel

El color, aspecto fundamental en toda la obra del director, responde a una intención no únicamente estética, sino también narrativa. La alternancia entre color y blanco y negro, presente en todas las “secciones” de la película, podría parecer arbitraria y, sin embargo, tiene una función clave; recordarnos que estamos dentro de una revista, en la que la tinta negra que inunda las páginas se combina en ocasiones con imágenes e ilustraciones, representadas en este caso a través del color.

El último de los relatos, el correspondiente a la sección culinaria, incluye, además, otro recordatorio similar al anterior. Una animación nos presenta la conclusión del conflicto de la historia, aportando a un momento, que de otra manera pudiera parecer tenso, cierta comicidad similar a la de las famosas viñetas de The New Yorker

A través de estos y más elementos, nos transportamos no solo a la redacción de la revista, sino al interior de sus propias historias. Conocemos a los esperpénticos, aunque carismáticos, personajes, que nos llevan de la mano a través de un mundo lleno de luces y sombras. Pese a su exceso, este mundo, que bien podría haber salido de un sueño borroso, nos recuerda a nuestra realidad.

En definitiva, con The French Dispatch, Wes Anderson ha conseguido lo que ya anunciaban sus anteriores películas, la culminación de un universo y una estética propios, que nos transportan desde el primer momento a la fantasía privada del director.

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