El color del recuerdo

En el filme israelí Vals con Bashir, el director y protagonista Ari Folman no puede recordar, debido a una experiencia postraumática de guerra, la mayor parte de los terribles hechos en los que participó siendo soldado del ejército de su país. Una masacre perpetrada en Beirut en 1982 contra la población palestina, con la colaboración de la Falange Libanesa cristiana. Su memoria sólo retiene un momento “bello” previo al acontecimiento: los edificios destrozados, iluminados por las bengalas, bañándose plácidamente en la playa con sus compañeros. 

El resto de imágenes que rondan su cabeza corresponden a una escena bloqueada que atraviesa sus pesadillas y que golpea, como las balas contra un muro de piedra, su mente fragmentada.

 

 

 

 

 

Callejón sin salida

Entre las paredes del olvido, su recuerdo se congela en ese instante en el que unas mujeres en marcha le rodean en un callejón. A través del color, la película nos muestra la disociación de su cabeza: el dibujo de su recuerdo positivo tiene tonos cálidos amarillentos, mientras que en los compases posteriores a la calma, la imagen adquiere un gris mortecino. En ese callejón sin salida Folman emprende su viaje para desvelar la verdad.

Ese pasado deformado no sólo se expresa cromáticamente, también a través del montaje: al primer plano del rostro perdido de su yo joven le sucede un primer plano de la mirilla de una puerta que distorsiona el cuerpo de su yo adulto, inmerso en la investigación. El gris, de momento, predomina en todo el metraje: aún no recuerda. En la brutal última escena, el recuerdo se activa: la cámara acompaña (como un yo del pasado reprimido) a las mujeres víctimas de la matanza hasta  llegar de nuevo a su rostro. Esta vez el tono que antes era “positivo” coincide con el momento en la playa. Ari (y el film, y la culpa, y la memoria, y la violencia) ha roto con el olvido.

Y como al inicio del film, el cambio no sólo se da a través del color. Aquel primer plano que se unía a una deformación de su cuerpo, se monta ahora con las únicas imágenes reales (no dibujadas) de toda la obra: la devastadora transmisión televisiva después de los asesinatos en los campos de Beirut. La identificación liberadora y evocadora, representada por dos planos relacionados dialécticamente con una misma escala y un encuadre similar, enfrenta la cara abatida de Ari con el rostro desgarrado de una mujer palestina llorando.

La moral del rostro

Folman construye una historia en la que el testimonio del otro (las versiones de sus ex-compañeros militares) no basta para acceder a lo real. Es necesario que cristalice en una secuencia pura del horror. Las imágenes son los rostros, los sonidos, los colores, las formas, las palabras, las distancias y las posiciones que nuestra memoria recuerda de la historia. Y el cine, la imagen audiovisual, es muchas veces esa terapia, ese fármaco que, entre el dolor y el alivio, nos ayuda  a construir lo que fue olvidado, borrado o ignorado.

Porque, para entender lo que ellas nos dicen —no basta con que nos hagan disfrutar o sentir cosas— hay que escarbar, como hizo Ari, en sus significados y sus significantes, analizar y entender los mecanismos que activan para poner en marcha su mensaje y su sentido. En las manos de todos está construir una relación con las imágenes en calidad de espectadores activos y críticos, inquietos, que no consuman la cultura como anestesia, ni como droga. Ver para creer. Creer para saber.

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