Desgraciadamente, en los últimos meses las portadas de los medios deportivos tienen como protagonista a la violencia, especialmente en el fútbol. De hecho, en el escenario europeo vivimos probablemente el momento de mayor radicalización tras el auge del «hooliganismo» inglés de los años 80. Con el Mundial de Rusia en el horizonte, el caldo de cultivo que encontramos es realmente preocupante.

Desde la pasada Eurocopa de Francia 2016, donde seguidores radicales rusos y británicos causaron importantes disturbios, los actos violentos no paran de sucederse. Destaca sobremanera que los focos en la presente edición de la Europa League se centran casi más en el fenómeno ultra que en el propio fútbol. Aunque los altercados en esta competición no son nada nuevo, en las últimas fechas la violencia se ha desatado. El fallecimiento de un ertzaina en los prolegómenos del Athletic de Bilbao contra el Spartak de Moscú ha sido la gran desgracia que ha sacudido España y Europa. Pero, dado el contexto en que nos encontramos, tras cada nuevo emparejamiento sale a la palestra la alarma por partidos de alto riesgo.

También bajo el paraguas de la UEFA destacó el comportamiento del Paris Saint-Germain en la vuelta de los octavos de final de la Champions contra el Real Madrid. Con una previa marcada por la provocación y enaltecimiento de los hinchas parisinos, el Parque de los Príncipes se tiñó del color rojo de las bengalas en muchos momentos del encuentro. Llama la atención la actitud impasible del club y de la máxima institución europea. Aparentemente nadie tomó cartas en el asunto para evitarlo.

Otro de los focos de violencia es la Superliga griega, recientemente suspendida por el gobierno heleno. El detonante fue la irrupción en el terreno de juego de Ivan Savvidis –el poderoso presidente ruso del PAOK de Salónica– que portaba una pistola y amenazó al árbitro por anular un gol a su equipo.

Tampoco podemos dejar de mirar hacia nuestra propia casa. Y es que también en España hemos vivido recientemente peleas entre aficiones. La más destacada tuvo lugar en enero entre aficionados ultras del Atlético de Madrid en las proximidades del Wanda Metropolitano, que acabó con el apuñalamiento de uno de ellos.

En definitiva, asistimos a una nueva ola de violencia en el viejo continente que puede llegar en su momento álgido a la cita mundialista de junio. De hecho, recientemente salió a la luz la alianza entre las «barra bravas» –aficionados ultras de Argentina– y los radicales rusos, para hacer frente a los seguidores ingleses en el Mundial. Será por tanto determinante la máxima alerta y colaboración de todos los estamentos, tanto UEFA como FIFA y Federaciones nacionales.

El tiempo dirá si el Mundial de Rusia es otro punto de inflexión, tras el que supuso la tragedia de Heysel del 29 de mayo de 1985. En aquel partido el estadio belga acogía la final de la Copa de Europa entre Juventus y Liverpool. En los momentos previos al inicio del choque, actos violentos protagonizados por los «hooligans» ingleses ocasionaron una avalancha que acabó con la vida de 39 aficionados –34 italianos, 2 belgas, 2 franceses y 1 británico–. La gravedad de los episodios y el contexto en el que se produjo (el evento más importante del fútbol europeo), provocó que la UEFA sancionara a los clubes ingleses con 5 años sin participar en competiciones europeas.

El estamento europeo tomó así una decisión durísima para combatir la violencia. Tan dura porque puso punto final a la hegemonía inglesa, cuyos clubes habían conquistado 7 de las últimas 8 Copas de Europa. A Heysel se unieron a las tragedias por falta de seguridad de Valley Parade –el 11 de mayo de 1985 murieron 56 personas tras el incendio de una grada del estadio del Bradford– y de Hillsborough –el 15 de abril de 1989 fallecieron en Sheffield 96 aficionados del Liverpool por exceso de aforo–. En este contexto, el gobierno de Thatcher impulsó medidas que mejoraron la seguridad en los estadios y, en lo que aquí nos atañe, asestó un golpe contundente al fenómeno «hooligan».

Planteaba la posibilidad de otro punto de inflexión tras el de Heysel. Y es que si los acontecimientos violentos prosiguen y alcanzan el Mundial de Rusia, la intervención de la FIFA será ineludible y, desde luego, se debería exigir la mayor contundencia. En cualquier caso, la violencia en el fútbol debe entenderse dentro de su contexto. Y éste, a mi modo de ver, ha cambiado respecto a los años 80. A este respecto, vienen mis dos reflexiones.

En primer lugar, los motivos de los actos violentos parecen ser diferentes. El fenómeno «hooligan» décadas atrás se asociaba a aficionados pasionales, que en un estado de embriaguez causaban altercados. Por supuesto, la violencia estaba unida a motivos ideológicos y se exhibían en los campos símbolos de pensamientos de extrema derecha o extrema izquierda. Pero el protagonista era el fútbol. Sin embargo, ahora el fútbol no es el actor principal sino que son los propios motivos ideológicos los que mueven a los grupos violentos. Incluso hay integrantes de grupos ultra a los que ni siquiera les gusta el fútbol. Aunque suene chocante, de ninguna otra manera se podría explicar si no que aficiones rivales queden antes de un partido para pegarse. Ni tampoco que con meses de antelación hinchas argentinos y rusos se alíen y se ofrezcan alojamiento, transporte y defensa de abogados. ¿El evento al que acuden es el fútbol o lo es la propia pelea?

En segundo lugar, creo que hay que destacar que la violencia física entre hinchas es solo la punta del iceberg. ¿No debería abordarse el problema de fondo? La violencia se acuña profundamente en nuestra sociedad. Comienza cuando los padres se insultan y agreden en partidos de fútbol de niños de cualquier categoría, desde prebenjamines hasta juveniles. Continúa cuando ves a esos niños en un estadio de fútbol gritando toda clase de improperios a futbolistas, árbitros, entrenadores y directivas. Como resultado de estos ingredientes, lo raro sería que alguno de esos niños no acabe protagonizando comportamientos violentos en la edad adulta.

El fútbol es un deporte pasional, en el que obviamente no se puede obligar al aficionado a mantener un silencio sepulcral. Tampoco seamos hipócritas. Yo soy el primero que vibro con mi equipo, me emociono y me desahogo con algún grito. Es inevitable. La clave puede pasar por dejar claro dónde están los límites y determinar qué clase de comportamientos se deben permitir y cuáles no. ¿Debemos exigir que la FIFA, la UEFA y las Federaciones nacionales tomen medidas para evitar que se produzcan tantísimos altercados violentos? Sí, sin duda. Pero tampoco podemos olvidar que existe un debate social de fondo que no se puede dejar de abordar.

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