Los días pasan y la ventana de la ciudad no envejece. Su rostro, en cambio, muestra surcos de vida y resquicios de tristeza. Es un día nublado, de esos considerados tristes y, en cambio, la felicidad está entrando por la puerta.

—¡Abuelo, vengo de la entrevista!

—Muy bien. Come primero y ahora me cuentas.

Mario sacó el arroz del frigorífico. Desde que vivía con su abuelo había buscado recetas de mil y una ciudad para comerlo más allá del «amarillo», como le gustaba a él. Aunque Damián era reacio a cambiar la receta. Otra cosa igual sí, pero su receta…

—Entonces, ¿cuánto pagan?

—Abuelo, que no es seguro ni que me llamen. Si es que el trabajo para Bellas Artes no está muy allá, tendría que haber hecho derecho.

—Tonterías —replicó Damián—. Estarás en el paro, sí, y con la cabeza bien alta. Mi nieto no va a dejar de ser artista porque lo digan cuatro gráficas con traje.

—Abuelo —sonrió Mario.

—Yo no me vine a la ciudad para dejar de ser yo. Me vine porque no podía serlo en ese pueblo lleno de conocidos y vacío de consideración.

Mario ya se sabía esa historia tan vieja con la ciudad. Era la misma de siempre. Su abuelo se fue muy joven de su pueblo por dos motivos principales: el pan de sus hijos y su orientación bisexual. No necesariamente en ese orden. Encontró una trabajo, disfrutó del amor y sufrió por un divorcio, sabía, necesario. Ahora vivía su jubilación, visitaba a su hija y se hacían mutua compañía porque, cabía destacar, que la relación de Mario con sus padres era regular. Un cliché de arte.

—Abuelo, he estado pensando —Damián interrumpió sus pensamientos— en irme al pueblo.

—¿Y eso por qué?

—No sé, tal vez, un sitio nuevo para mí en el que poder hacer algo diferente. Un huerto ecológico, por ejemplo.

—Pájaros —Mario levantó una ceja—. Son pájaros en tu cabeza. Venir aquí fue lo mejor que hice por vosotros —Damián se veía enfadado, así que le tomó de la mano.

—Ya sé que lo pasaste mal, pero eso fue hace mucho. Tienen una asociación LGTBIQ+ en Instagram y son muy activos. Muchas actividades —aclaró, viendo el gesto torcido que le miraba—. Por favor, ven conmigo.

Su abuelo siguió mirándole en silencio durante largo rato.

Pasaron los días por la ventana empañada, largos, placenteros y llenos de luz. Un viejo roble asomaba temeroso su sombra, trayendo con él bellos recuerdos. Inseguridad que había quedado atrás y que ahora, décadas más tarde, volvía en el mercado, en la plaza y en el bar de los jubilados.

Damián habría preferido estar jugando al mus para que no le hubiera visto. Ahí estaba él, su archienemigo, quien le hizo odiar profundamente a la humanidad y a quien no se acercaba desde la escuela. Directo hacia su mesa sin pestañear, con la única distracción del bastón en su mano.

—Perdóname —espetó con la mano libre en el aire—. Perdóname.

Abandonaron el bar y el camino fue largo porque necesitaba serlo. Hablaron del pasado, de la ciudad, el pueblo y los sentimientos. El huerto que Mario había comprado era pequeño y se encontraba a las afueras, a menor precio. Tiempo suficiente para cerrar viejas heridas o al menos intentarlo. Miradas encontradas, historias de baúl y más perdón; inacabable, insaciable. Hasta que llegaron al fin adonde el joven agricultor hacía su arte. Este agitó la mano tras quitarse el sudor de su frente.

—Mario, este es Jacinto —presentó Damián a su compañero—. Me estaba preguntando que si quieres participar en la feria del Orgullo del domingo.

—¿Por bisexual? —enarcó una ceja.

—No —rio Jacinto—. Porque eres de Bellas Artes. Pero si quieres dar una charla por mí encantado.

Mario se sonrojó. No sonaba para nada a mala idea.

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