El lenguaje es, en su sentido más primitivo, agente creador de identidad y de estructuras sociales. Todo lo que consideramos tangible lo es en tanto a su posibilidad de ser reconocido, pues nuestra existencia misma depende de su extrapolación a las diferentes performatividades lingüísticas y sociales. Pero, ¿qué relación guarda el lenguaje con la marginación de los colectivos? Analizamos la performatividad del género en el postestructuralismo.

 

Fundamentos de la performatividad del género

Los estudios posestructuralistas, que acabarían viendo nacer la Teoría Queer, incluirían diversos bocetos sobre el género y la identidad. Algunos de estos nos hablan de los fundamentos del género como menesterosos de una performatividad que legitima la materialidad de los cuerpos. Esta performatividad, aún inconsciente, no se trata de una acción mecanizada, sino de una repentización consecuente del escenario coercitivo del sujeto. No es un espectáculo que se realice en solitario, sino que depende de un receptor, real o imaginario, que lo haga lingüísticamente reconocible.

Este reconocimiento externo influye en la autoconcepción del emisor en tanto a que, inevitablemente, aumenta la sensación de veracidad de la existencia del sujeto. La amenaza lingüística y exclusión social de un género, por tanto, deslegitima la existencia del mismo y produce una jerarquía de lo humano. Aquel que recibe una intimidación por parte del receptor de su performatividad del género se aleja de la viabilidad de su existencia social, para la cual necesita la dinámica de poder que le otorga el reconocimiento.

Pero, ¿qué relaciona la amenaza lingüística y el encogimiento de un sujeto físico? ¿Qué efectos tiene, en el cuerpo, la amenaza sociolingüística del receptor? ¿Qué tiene esto que ver con la performatividad del género del postestructuralismo?

La amenaza lingüística al género

La amenaza de violencia al sujeto por su género es un ataque mediante y hacia el lenguaje, al atacar, con este, su posibilidad creadora de sentido e identidad. Al atentar contra la representación performativa del género se está atentando, a su vez, contra la validez del mismo. Al utilizar un lenguaje destructivo hacia el sujeto de género, por lo tanto, se rompe al individuo que sufre la tortura lingüística.

No poseemos de un vocabulario especial para designar el dolor emocional que producen las amenazas, por lo que tomamos prestado el vocabulario del dolor físico. Esto no nos habla, necesariamente, de una insuficiencia lingüística, sino de una somatización física del dolor emocional. Y esto, precisamente, se debe a que una amenaza lingüística hacia un sujeto por su género perpetúa el pensamiento de que la existencia de alguien, por pura existencia, merece doler.

Perpetuar el sufrimiento del género, pongamos, casualmente, femenino, encoge la propia identidad femenina también a nivel físico.

Pero la performatividad del género del postestructuralismo no nos habla, necesariamente, desde la perspectiva de un espectro binario. Más allá de eso, deberíamos hablar del género como espectro social inherente del individuo que puede ser, o no, antecesor de su propia identidad. Deberíamos hablar del género desde una perspectiva más abstracta basada en las normas sociales y el escenario del individuo, y no tanto desde una perspectiva tan limitante como la dualista.

 

Consecuencias de la exclusión

Al ser individuos que necesitamos, inevitablemente, beber de las normas sociales para poder considerarnos válidos a nivel colectivo, la exclusión de este activa varios modos de supervivencia que nos ayudan.

La destrucción de nuestra identidad social puede llevarnos a repugnar los paradigmas sociales que «se encargan» de validar quienes somos. Trataríamos, así, de remarcar nuestra propia existencia y excentricidad asegurándonos de que seamos nosotros, o nuestro propio colectivo, aquel digno de validarnos. Subrayaríamos nuestra propia diferencia y las heridas que el dolor lingüístico nos trajo y trabajaríamos nuestra autonomía emocional en los entornos sociales.

Esta primera vía de escape, por lo tanto, dependería únicamente de nuestra propia capacidad de salirnos del molde establecido. Esta vía subraya la distancia que se habrá de tomar con respecto a la sociedad que nos rodea, pero la alternativa contraria sería negar la identidad individual y potenciar, así, la hegemonía contraria.

La excentricidad individual que decidiéramos, o no, tomar debido a lo padecido marginalmente, sería útil para la lo que alguna autora postestructuralista llamaría la viabilidad de la vida. No es, necesariamente, esta excentricidad una exposición exótica de quienes somos, sino una herida de guerra y una lucha, precisamente, en contra de la marginación.

 

 

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