Soy ateo desde que mi capacidad intelectual empezó a dar muestras de un ligero raciocinio; sin embargo, como buen mozuelo español, fui instruido en la doctrina católica desde una edad temprana y, a día de hoy, aún doy muestras de pertenecer a una cultura eminentemente cristiana. Estuve hace poco de viaje en París, tratando de seguir los pasos de Hemingway y Vila-Matas, y la obligada visita a la Basílica del Sagrado Corazón de Montmartre me retrotrajo al episodio del Nuevo Testamento en el que Jesús expulsa a los mercaderes del Templo de Jerusalén (episodio recogido por los cuatros evangelistas, por cierto). Las similitudes eran numerosas, pues también la Basílica mostraba indicios de haberse convertido en una suerte de centro del comercio: no faltaba altar en el que no se reclamase dinero por algo, ni esquina en la que no se pudiese adquirir algún souvenir.

Consultemos las sagradas escrituras. Corrían, precisamente, tiempos de Pascua cuando Jesús decide ir a Jerusalén con sus discípulos. Al entrar en el templo de la ciudad, se percata, horrorizado, del uso que hacen los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y cambistas del lugar sagrado, convertido, temporalmente, en mercado municipal. Es entonces cuando Jesús arma la de Dios es Cristo y, látigo en mano como Indiana Jones, al grito de “mi casa será casa de oración para todos los pueblos, pero vosotros la habéis hecho una cueva de ladrones”, expulsa a los mercaderes del templo que, huyendo despavoridos ante la imagen del hippie armado, maldicen el día en el que decidieron ir allí a vender sus escasos bienes.

 

«Mi casa será casa de oración para todos los pueblos, pero vosotros la habéis hecho una cueva de ladrones».

 

La Basílica del Sagrado Corazón, situada en lo más alto de la colina de Montmartre, es un hervidero de turistas y, como tal, una mina de oro en potencia. Las calles del barrio, antaño bohemias, están ahora repletas de dibujantes que realizan retratos en carboncillo al momento, de músicos callejeros y, sobre todo, de vendedores de candados, que permiten a las parejas inmortalizar su amor en una verja de París por un módico precio. Todos una panda de espabilados que buscan ganarse la vida como pueden; hasta ahí, el guion habitual de cualquier ciudad turística.

La cuestión es que la Basílica es también un nido de espabilados. Desde el momento mismo en que crucé sus puertas y me adentré entre sus blanquísimas paredes, me asaltó la sensación de que estaba en un zoco. Velas, cirios, monedas conmemorativas, libros, todo ello está a la venta en Montmartre. Mientras me arrastraba la masa de turistas, constaté la ausencia casi absoluta de parroquianos. ¿Habrá algún vecino del barrio que comulgue en el Sagrado Corazón? Algo similar a lo que ocurre en la Sagrada Familia de Barcelona, que ha conseguido construirse el aspecto de una empresa del IBEX 35 más que de una iglesia, con unos precios desorbitados para entrar a visitarla.

Llama la atención hasta qué punto la iglesia católica se esfuerza en boicotear las enseñanzas de su mesías. Las casas de oración, como decía él, se han convertido en auténticos parques temáticos, donde el feligrés es constantemente invitado a soltar pelas. Si quiere usted entrar en la casa de dios y ser uno más de la comunidad, pague su cuota. El capital ha conseguido monetizar la fe; ¿qué pasó con aquello de la iglesia de los pobres?

 

Clasismo en la Semana Santa de Málaga

Que nadie dude de que existen clases sociales incluso en esto de la religión, como se ha podido comprobar esta Semana Santa en Málaga, donde todo aquel que quisiese asistir a una procesión, bien inmaterial del pueblo malagueño, tenía que apoquinar. El recorrido de las marchas estaba diseñado de tal forma que únicamente los abonados con silla podían asistir a los pasos. En otras palabras: “me parece muy bien que usted crea en el señor, pero si no paga, a nuestros ojos vale lo mismo que un cero a la izquierda”. Creyentes de primera y de segunda.

No me extrañaría que, ante semejante espectáculo, cobrase vida el Cautivo, saltase de los hombros de los cofrades y empezase a fustigar a los organizadores de tal esperpento, con la intención de echar, una vez más, a los mercaderes de la cueva de bandidos en que se ha convertido la iglesia. Como poco, vergüenza le daría entrar al Sagrado Corazón de Montmartre, eso se lo aseguro.

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