Cada día estamos más tontos. Si no fuera porque del insulto a menudo solo nos molesta recibirlo, nadie se daría por aludido. Así funcionamos; nuestra conciencia perdona menos la ofensa que el verdadero daño a nuestra dignidad. Se lleva mejor saberse tonto que tener fama de tonto. De todos modos, que nadie se rasgue las vestiduras: aquí no se salva nadie. Desde que la condena se hizo porque hacía falta castigar, solo los indiferentes merecen la absolución. Porque se desentienden de culpa y verdad. Y en ese caso, se trata de una absolución especial, porque es provisional: solo dejan de ser menos tontos cuando al fin se dan cuenta de que siempre lo han sido. Entonces esto nos coloca en una desagradable pero muy natural situación de igualdad: todos somos tontos, salvo aquellos a los que les da igual serlo.

Pero hay que leer bien y escuchar mejor. He dicho que cada día estamos más tontos, no que seamos más tontos. La cualidad del ser a menudo se presenta incuantificable, innata y atemporal. De otro modo, nos veríamos en un prete: o elegimos ser tontos o elegimos ser indiferentes. Ser tonto o parecerlo. Y como de todos modos condenados, nos es más cómodo no elegir, acabamos estando hechos para juzgar, unos siendo tontos y otros pareciéndolo. O mejor: unos siendo tontos y otros intentando solo parecerlo.

La gracieta llega a ser muy cruda. Había un historiador económico italiano que se hizo famoso por su ensayo satírico sobre la estupidez humana. Nunca más vigente como hoy en día. Carlo Maria Cipolla, se llamaba aquel tipo. Vino a decir que en la sociedad regían cinco leyes básicas de la estupidez humana. Aplicadas a los nuevos tiempos, en los que parece importar más parecer que ser, no puedo desdecirme ni un ápice. Creo que cada día somos más gilipollas y creo que cada día esta pompa de gilipollas, conscientes o no de serlo, se hace más y más grande. Tan grande que de forma irremediable todos terminamos cabiendo en esa pompa y no pudiendo respirar más fuera de ella.

¿Cómo es esto así? Como que Einstein tenía razón. Cada vez, respirar fuera de esa pompa se hace más difícil. Solo la vida que publicas es la que existe. Tú nunca te pones enfermo si no lo publicas en una red social. Tú no consigues un puesto de trabajo si no lo vas proclamando a golpe de clic. Tú no has visitado Florencia si no tienes una foto junto al David. Tú no comes si antes no lo publicas. Tú no eres feliz si no te ven sonreír. Tú no has perdido a nadie si antes nadie ve que al irse le cogiste la mano. A tanto ha llegado la gilipollez que estoy convencido de que hay gente que se piensa que el resto de gente no existe sino en el momento en el que a golpe de likes cada semana sube una foto dando señales de vida.

Si entre una foto y otra en las que apareces han pasado tres semanas y en la primera estabas en Bilbao y la segunda en Madrid, para mucha gente tú no has comido. Tú no has dormido. Tú no has cogido un avión. Tú no has reído. Tú no has llorado. Tú no has discutido con nadie. No has sufrido decepciones ni sentido felicidad. Solo te has teletransportado en tiempo y lugar. Simplemente, has existido dos veces. Con una pausa entre medias que te encasquetan vacía y aburrida. Y a otra cosa.

Pero es que esos que respiran fuera de la pompa de estupidez se juegan la vida. La pequeña pero creciente atmósfera de gilipollas se cobra las vidas de los que respiran fuera de ella. Como si de un virulento pero necesario ecosistema se tratara, en esa burbuja la fauna reproduce un modelo de salvajismo feroz: el más fuerte se come al más pequeño. El materialismo predomina, la apariencia se lleva los sentimientos y quienes no se camuflan entre los gilipollas corren el riesgo de perderse, ser devorados o quedarse fuera y desaparecer. Porque de volverse otros gilipollas siempre están a tiempo.

Niñas enfermando porque su cuerpo no es igual que el de la supermodelo de turno o como la verdulera niñata de no sé qué programa de moda. Estereotipos a la fuerza y por un embudo. Hasta las entrañas. Frustraciones, trastornos y falta de empatía. Gente metiendo la cabeza en las fauces de un tiburón para generar interacciones con su público. Gilipollas colgándose del borde de un barranco con una mano para sentir que por un momento todo el mundo les presta un segundo de atención. No interesas triste, no vende tu lucha personal, no existe tu historia. Defectos escondidos, problemas alejados, lágrimas inventadas.

La dictadura de la felicidad. Esclavos a tiempo completo.

Así que, a veces, creo que solo nos queda saber jugar con aquellas cinco leyes.

Ley 1: subestimamos el número de individuos estúpidos que hay en circulación. No suele fallar: siempre hay más idiotas de los que piensas. El número es creciente, la pompa más grande y la atmósfera más insoportablemente necesaria. Aquí el problema son las apariencias: la buena posición social, profesional y económica. A veces no sabríamos distinguir a un gilipollas con bastantes estudios. Pero es que ni siquiera esta gente se salva del postureo destructor. La cúpula se expande a pesar de todo.

Esto nos lleva a la Ley 2: la probabilidad de que cierta persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de esa persona. Es algo evidente. La gilipollez nunca la ha determinado el nivel de estudios ni lo bien que habla ni discurre una persona. Lo cortés no quita lo valiente. Ni lo imbécil que es alguien.

Así que nos vemos abocados al imperio de la Ley 3: una persona estúpida es aquella que causa pérdidas a otra persona o grupo de personas sin obtener ninguna ganancia para sí misma e incluso incurriendo en pérdidas. En este caso, el gilipollas es quien se encarga de contribuir a que la pompa se haga cada vez más y más grande, como quien sopla y sopla quitándose de su propio aire para inflar una enorme bola de mierda que en algún momento explotará. Otro súbdito de la dictadura.

Ley 4: las personas menos estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los menos estúpidos, en especial, olvidan constantemente que en cualquier momento, lugar y circunstancia, tratar con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costoso error. Efectivamente, a menudo ni nos damos cuenta; lo que nos vuelve también un poco idiotas. Habrá que abrir un poco más los ojos.

Y la Ley 5, lapidaria: el estúpido es más peligroso que el bandido. No hay peligroso como el inconsciente. El jabón que alimenta la pompa es la ignorancia.

Solo depende de los inteligentes o de los menos tontos mantener a raya al rebaño.

Y solo llego a una conclusión:

No hay ningún genio que no se considere un poco idiota. Y ese es el primer paso.

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