Quisimos hacer algo diferente: enviar una canción reivindicativa, en una lengua en ocasiones maltratada, o una canción contra la represión de las tetas de las mujeres, pero, al final, acabamos enviando lo mismo de siempre.


Estoy sentado en el Mañé, un bar mítico del barrio de Sant Antoni, Barcelona, tomando un café en una de esas mesas de mármol tan típicas de las vermuterías vintage que pueblan los barrios gentrificados. Bueno, puede que sea una cerveza, pero, para el caso, al lector le es igual. Fuera hace un día espléndido. El sol brilla radiante y vigoroso, como una erección mañanera del primo de Zumosol. Es extraño, pero desde que el calentamiento global se ha empeñado en acoplarse a todos nuestros planes, cual amigo pesado, uno deja de sorprenderse. Estamos a mediados del mes de enero y casi parece primavera.

De pronto, se abre la puerta del bar y asoma por el quicio Pedro Calderón de la Barca, ataviado con un gran capote que le llega a los pies, sombrero de ala ancha adornado con una pluma de paloma de la Barceloneta, y luciendo la cruz de Santiago en el pecho. Después de saludar a todos y cada uno de los presentes con una leve inclinación de cabeza, el gran dramaturgo se acerca a la barra, tras la cual alucina, ante semejante aparición, la mujer que se encarga del establecimiento. “Dios os guarde, señora mesonera, y tenga vuesa merced a bien darme algo con que aliviar mi necesidad, pues ha dos días y dos noches que cabalgo la línea amarilla del carruaje subterráneo de metal y famélico me hallo, tal que Aníbal a las puertas de Roma”. Tras deliberar un rato, el maestro consigue una jarra de cerámica llena de vino tinto, una cuña de queso manchego y un chusco de pan duro y seco, que se lleva a una esquina de la barra y engulle sin masticar, como un pato.

Al fondo del local, repartidos en varias mesas, los Chichos sacan un par de guitarras y se ponen a tocar una melodía alegre y animada. Calderón, ostensiblemente molesto, estruja con firmeza su jarra hasta romperla, se levanta, se tropieza un par de veces con su propia espada, se acerca a la mesa de los rumberos y le espeta, desafiante, al Jero:

—¿Qué es la vida, bellaco?

—¡Un frenesí, payo mierda!

—¿Qué es la vida, lerdo?

—¡Son ilusiones, nonainoná!

A punto estaba de echar mano a mi cucharilla, cuando desperté sobresaltado, sudoroso y con apremiantes ganas de orinar. Desde que me leyera La Vida Es Sueño, vivo atormentado por la idea de que la vida es una ilusión. Todo cuanto conocemos y todo cuanto asumimos como una verdad, como un hecho en nuestra vida, corre el peligro de derrumbarse y de ser reducido a polvo en el momento de nuestra muerte. Es más, igual existe precisamente porque nosotros lo pensamos. ¿Cómo saber qué es real y qué es mera ilusión? ¿Cómo distinguir una experiencia auténtica de un sueño?

Algo así me pasó el fin de semana pasado, cuando me junté con unos pocos amigos y amigas para ver el Benidorm Fest, esa competición, pagada con dinero público, en la que se eligió a la candidata para representar a España en Eurovisión. Un espectáculo digno de la época de la fiebre del oro que hubiese inducido a Guy Debord a tirarse muy fuertemente de los pelos. No es que yo haya sido el mayor barra brava de Eurovisión, pero lo cierto es que, este año, al igual que una gran parte de la población, la perspectiva de una votación democrática y de un par de canciones de contenido social, que generaban ilusión entre la población y con una estética más que interesante, habían conseguido que me emocionase un poquito por ver qué podía salir de todo este asunto. Daba la sensación de que España podía llegar a no hacer el ridículo en Eurovisión por primera vez en muchos años.

Durante unos días, el público se interesó por el devenir de la competición y se creó un ambiente armónico entre los artistas y el pueblo, algo similar a cuando España ganó el Mundial de fútbol con esos locos bajitos. El espectador medio se sentía, de pronto, soberano y con potestad para elegir a sus representantes musicales y la responsabilidad democrática genera un compromiso hermoso con la causa. España respiraba Eurovisión. No obstante, como decían los Chichos y Calderón de la Barca, el Benidorm Fest fue una ilusión; tras una decisión un tanto extraña por parte de un jurado que nadie sabe muy bien de dónde salió, explicada de forma brillante en este artículo del diario El Salto, las preferidas de la plebe perdieron, y ganó una artista que luego quedó demostrado que solo obtuvo el 3 por cierto de los votos de la gente, frente al 18 por ciento de Rigoberta Bandini o el abrumador 70 por ciento que obtuvieron las Tanxugueiras (breve inciso: los insultos machistas y xenófobos contra Chanel sobran, peña).

Quisimos hacer algo diferente: enviar una canción reivindicativa, en una lengua en ocasiones maltratada, o una canción contra la represión de las tetas de las mujeres, pero, al final, acabamos enviando lo mismo de siempre; el doom, doom, boom, boom, zoom, zoom. Una canción que te ponen en el bar de copas roñoso de tu barrio a las cuatro de la mañana, cuando tus colegas van ya demasiado pasados como para que te lo estés pasando bien y solo quieres marcharte a casa para comerte la pizza fría que ha sobrado de la cena. La España de siempre: feminismo y pluralidad cultural, aplastados por un jurado nepotista que impone su criterio frente a lo que vota el pueblo. Otra ilusión democrática para un país que vive soñando.

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