España es el paraíso de la confrontación. Día sí y día también, los informativos están cubiertos por un periodismo de declaraciones en el que los líderes políticos antagonizan. Desprecios, improperios, insultos, hipocresía… hay de todo en sus argumentos. Pero bueno, tras la tormenta, llega la calma, y como por arte de magia, esos partidos que tanto se lanzaban los peores insultos acaban poniéndose de acuerdo en determinados temas.

Esto tiende a ocurrir porque, aparte de la batalla política, existen unos principios de fondo que tienen a acercarse en asuntos clave. Uno de los ejemplos es la igualdad, ámbito en el que se suele llegar a acuerdos. Pero aparece algo que rompe todos los esquema: el extremismo. No estamos hablando de un partido en concreto, sino del extremismo en general.

Los extremos están a derecha e izquierda. No importa de dónde provengan porque acabarán coincidiendo en oprimir la libertad y los derechos en última instancia. Pero, volvamos al inicio del texto: ¿serán capaces nuestros «batalleros» políticos de convencer a los extremistas? La respuesta es simple: no, no existe la madurez necesaria para llevar a cabo esta tarea.

 

Ilustración sobre la unidad (vía Pixabay)

 

Qué hacer ante un extremista

Cuando nos enfrentamos a una persona, pongamos el caso, que esté a favor de la dictadura (ya sea del proletariado o de un líder ultraconvervador), se supone que nuestro objetivo es persuadirle. Intentaremos hacerle ver que lo que desea no tiene sentido. Su posición acaba con los derechos de las personas que tanto hemos luchado para conseguir, y evita que la sociedad tenga mecanismos para controlar el poder.

Ya tenemos el objetivo. Ahora, debemos pensar cómo alcanzarlo. Quizá deberíamos empatizar, decirle al extremista que entendemos su enfado y su extremismo. Probablemente, éste aparezca por un desencanto con la política actual y sus altos índices de corrupción y mentiras. Entonces, el extremista no dará por hecho que pensamos que es «estúpido», le estamos tratando con respeto y comenzará a atendernos.

Dos personas siempre pueden intercambiar ideas (vía Pixabay)

 

Empieza el debate

Una vez empezada la conversación, es el momento de utilizar argumentos. Al fin y al cabo, desmontar un extremismo no es difícil, y si tenemos algo de experiencia en política o debate, no nos costará explicarnos. Una vez entrada la conversación, cuando el extremista proponga soluciones poco recomendables, nos bastará con rebatirlas. Intentaremos ejemplificarlo.

Si alguien cree que deberíamos, automáticamente, expropiar todos los bienes que los trabajadores generen para repartirlos a nuestro antojo y que haya una igualdad llana y real, podemos hablarle del derecho a la propiedad y del peligro que conlleva darle a todos los «deberes hechos»: podríamos crear una sociedad mediocre que no tenga inquietud por buscarse la vida, pues saben que el Estado les repartirá lo que otros generen.

Si una persona nos sugiere que las leyes de género son injustas, podemos tratar de explicarles el concepto de equidad, por el que se les otorga una mayor protección a los colectivos que parten en desventaja para alcanzar la igualdad real. Tenemos la posibilidad de ejemplificarlo con otros colectivos a los que se protege especialmente porque parten en desventaja, como la tercera edad o la infancia.

La confrontación polariza y reúne más voto (vía Pixabay)

 

Los políticos prefieren insultar a utilizar la cabeza

Estos son dos ejemplos, intentando mirar a ambos lados de los extremismos, sólo para hacernos una idea de cómo podríamos encauzar el debate. Ojo, ésto sólo sirve si nuestro objetivo es convencer al extremista de que hay otros caminos para alcanzar los objetivos sociales. Si, por el contrario, lo que queremos es sacar provecho de su llamativa ideología para erigirnos como héroes, la ecuación es sencilla: les despreciaremos e insultaremos.

Y es en este punto en el que llegamos a la clave del asunto. En nuestro país, los políticos combaten el extremismo con insultos, desprecios y descalificaciones. ¿Sirve ésto de algo? Si una persona se ha dejado llevar por ideales ultraconvervadores y queremos que vuelva a la cordura, no conseguiremos nada llamándole «facha». Bueno, sí, que se aferre más que nunca a sus ideas y las defienda con rabia por haber sido insultado.

Al otro lado, ocurre lo mismo. Si creemos que nos encontramos frente a una persona cuya ideología ha derivado en un extremismo de izquierdas muy radicalizado y queremos convencerle de que hay otras soluciones, llamarle «bolchevique» no sirve de absolutamente nada. Esto sólo alimenta más la confrontación y el debate encendido, el caldo de cultivo perfecto para que no se avance en absolutamente nada.

 

La política suele plantear dos polos opuestos (vía Pixabay)

 

La confrontación es barata y rentable

Cuando los extremistas llegan a la política, los demás líderes se apresuran en advertir de la importancia de luchar contra ellos para evitar que demos marcha atrás. Para ello, se dedican a insultar y descalificar, haciéndoles más fuertes. De este modo, la política se embarra y no podemos ir hacia adelante: estamos demasiado ocupados peleándonos, que no debatiendo.

Aunque no podamos saber lo que está en las cabezas de nuestros políticos, en muchas ocasiones, parece que éstos sólo piensan en acrecentar los conflictos para seguir juntando votos. ¿Los beneficios? Una mayor representación parlamentaria, y más poder. ¿Los perjuicios? El nulo avance social y la división de la ciudadanía. Pues claro que los políticos se deciden por el conflicto: es más fácil de hacer y sale más rentable.

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Un comentario en «Cómo NO convencer a un extremista»

  1. De todos los extremismos se puede decir, alegóricamente, que ven sólo con un ojo. Y además, mal.

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