Pasar por el supermercado estos días es un ejercicio extraño. Curioso en algunos momentos y desalentador en otros. La crisis sanitaria por el nuevo coronavirus ha enrarecido todo lo cotidiano. Una de las trabajadoras se mantiene a una distancia prudencial cuando le preguntas si queda de aquello que has ido a buscar. Se ajusta la mascarilla antes de contestarte lo que ya sabías, que no queda. Entre tanto, la voz femenina de la megafonía avisa de las precauciones y medidas que se han tomado a raíz del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. Así, con el nombre completo.

Es raro ver ya a alguien sin mascarilla y guantes de látex entrar en uno de estos establecimientos. Más raro aún es el sentimiento de sentirse observado por no llevar ni la una ni los otros. El estado de ánimo no permite responder a la broma del cajero, tratando que quitar hierro, como hace unas semanas. Camino a casa, las calzadas y aceras del centro de la ciudad solo se ven momentáneamente ocupadas por algún coche, un par de transeúntes y alguna ambulancia. Ese sonido, el de la ambulancia, ahora genera un sentimiento de preocupación acentuado. Ojalá no lo hubiese escuchado.

Mientras llega el autobús, el reloj alcanza las 20:00. El silencio se llena de aplausos que vienen de todos sitios. No se visualizan bien los homenajeantes, los homenajeados no están allí.

El enemigo es invisible y el futuro cercano se ha vuelto, a una velocidad de espanto, incierto. Si hay algo con lo que los humanos no parecemos lidiar bien de forma general es con la incertidumbre. El virus no se ve, no sabemos si lo llevamos encima o si lo transportando nosotros mismos hacia donde menos nos gustaría que viajase.

¿El cambio?

La pregunta se hace evidente ¿Cómo nos va a cambiar todo esto? Indemnes no vamos a salir. Cuando todo vuelva a ponerse en marcha habrá muchas cosas que se habrán demostrado imprescindibles en las que antes nos costaba reparar. Las hay muy obvias. No necesitábamos una pandemia para saber que la sanidad pública y la investigación son fundamentales; ni que estando ellas mismas en la UCI desde hace años, iban a encontrarse en problemas severos ante una crisis de esta magnitud. Algo menos evidente, al parecer, es que necesitamos más a cajeras, limpiadoras, enfermeras y camioneros que a ninguno de nuestros ídolos futbolísticos o musicales.

Pero lo cierto es que las elucubraciones sobre los cambios que experimentará nuestra sociedad (y que ya, de hecho, está experimentado) no dejan de resultar inocentes. Habrá cosas en las que no haya vuelta atrás, pero el individuo no cambia de un día para otro. No lo hace porque todos estamos programados para proteger nuestras ideas como parte de nuestra identidad. Cualquier cambio brusco no es ya poco posible, sino que, además, nos generan conflictos emocionales que suelen resolverse en un enroque en nuestras convicciones previas.

Los defectos de todo

La crisis sanitaria saca a relucir los defectos de nuestro sistema económico y pone en cuestión la capacidad gestora de nuestros políticos a todas las escalas. Pone encima de la mesa, de una forma especialmente cruel, las diferencias socioeconómicas de las familias de nuestro país y cómo estas afectan al derecho a la educación de nuestros niños. Sobre el papel, ese derecho, es el mismo.

Blanco sobre negro, resulta que muchos no tienen los medios mínimos para seguir esa docencia online en la que muchos profesores están invirtiendo una cantidad de horas aún mayor de la que ya les suponía el aula. Apunten a los maestros también, la lista de héroes anónimos en tiempos de pandemia es interminable. A prisa y corriendo resulta que la era de la digitalización la llevábamos a medio gas. Y eso solo a partir de según qué percentil de renta. Ni la administración, ni las universidades,… el nuevo coronavirus no nos ha pillado preparados prácticamente en nada.

No era complicado pronosticar que esta crisis sacaría lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros. Es tan inherente a nosotros que debe estar grabado en nuestro ADN a fuego. Así, miles de personas de nuestro entorno, se ofrecen a ayudar de todas las formas posibles. La comunidad gana espacio y toma aire. Profesionales sanitarios de todas las especialidades resuelven dudas por redes sociales para evitar el colapso de estos servicios, los jóvenes se ofrecen a hacer la compra a los más mayores, los artistas y autores nos regalan sus obras para ayudarnos a superar el encierro,… Los hay dejándoselo todo, la misma vida, o que han tomado la decisión de separarse de sus seres queridos mientras pasa lo peor para no ponerlos a ellos en el peligro al que se exponen cada día.

Quizá azuzados por el exceso de tiempo libre en cautividad, también se multiplica lo peor de nosotros: los bulos, el ruido, los ánimos partidistas y, sí, también la histeria.

 

Claustro y opinología

Que el virus era un problema serio es algo de lo que, creo, ningún científico ha tenido duda en ningún momento. Ni en enero, ni en febrero, ni ahora. Tampoco antes, muchos ya habían pronosticado que tendríamos que enfrentarnos a situaciones como esta. Da la sensación de que el enclaustramiento en nuestras casas, como reconocimiento de la gravedad de la situación lo cambia todo. Pero no, al menos no todo. El virus no es ahora más mortal de lo que lo fue en enero en Wuhan (si los datos son correctos), las mascarillas siguen sin ser más necesarias para evitar que nos contagiemos que el distanciamiento social y, los que no éramos expertos en gestión de crisis sanitarias, seguimos sin serlo.

Generaría ternura (si no fuese porque se le adelanta el cansancio) ver como las redes sociales se convierten aún más ahora en los focos de opinología del país. Las decisiones que se adelantaron, las que se atrasaron. Como si la decisión de apagar el país no se hubiese demostrado ya de por sí caótica y llena de complicaciones a priori y a posteriori. Las últimas semanas se ha decidido que es preferible una crisis económica a la muerte de miles de personas, pero una crisis económica también puede suponer la muerte de miles de personas. No deberíamos haberlo olvidado tan pronto, 2008 no queda tan lejos. Para las familias más pobres aún no ha terminado.

No somos los únicos que han puesto por delante la salud y la protección de los más vulnerables, pero no todos lo han hecho. Los errores que aquí se cometieron se repiten en diferido conforme el virus enseña los dientes. Aún no hemos visto lo peor que puede pasar en países que, aun hoy, son considerados modelo en el ideario colectivo. Los recursos son difíciles de conseguir a escala global; tanto por la especulación como por una demanda que no estaba prevista y a la que es muy difícil atender. De esto ha resultado que, al menos 6 países hayan hecho compras de materiales defectuosos, con las consecuencias que esto trae sobre el mal considerado campo de batalla: los hospitales y nuestros profesionales sanitarios,

La opinología de redes y platós no suele asumir su propia ignorancia y, por desgracia, se beneficia de la ignorancia de los demás. La disponibilidad de tiempo no parece estar aprovechándose para suplir las carencias de información a la que los días ajetreados nos tenían acostumbrados.

No querría entrar en profundidad en quienes aprovechan un momento así para promulgar sus odios a ideas, creencias o, incluso, personas. Mucho menos a quienes tienden hacia los juicios que obvian la humanidad de los enjuiciados, defectos y errores incluidos. Los primeros días de este confinamiento todos parecíamos estar de acuerdo con que algunas cosas no tocaban ahora. Pero la determinación de no transitar esa veda ha ido poco a poco diluyéndose en el tiempo.

Información, opinión y ruido

La amenaza es fantasma. No solo porque no la veamos o no podamos identificarnos como contagiados o no hasta pasados unos días. Lo es también por la falta de conocimiento. Hoy parecemos estar todos graduados en virología y epidemiología, pero la mayor parte de la sociedad no alcanza a comprender buena parte de los términos que se emplean (PCR, EPI, virulencia, cepa…). Muchos de los mensajes que se difunden no contribuyen sino a generar un estado de preocupación mayor. Algo que no terminamos de entender está haciendo que todo deje de estar bajo control y parece que quien tiene que actuar o no lo está haciendo o no lo está haciendo bien. Hay miedo, y el miedo no nos permite razonar.

Se hace difícil, incluso inútil, explicar la inutilidad de ir al supermercado ataviado con mascarilla y guantes, a falta de otras precauciones más primarias. Por supuesto, las desinformaciones se expanden y afianzan a la velocidad de la luz. Los medios y las redes no solían contribuir antes de esto a formarse e informarse (salvo excepciones), ahora nos enfrentamos al superlativo de esa problemática. Esta crisis global también nos ha sobrevenido con un problema de comunicación que está lejos de resolverse. En la era de la posverdad, de poco sirven los datos o los análisis. No es distinto ahora, pero se agranda.  Con el miedo por bandera los blancos son más blancos, los negros son más negros y los grises no existen.

Estamos ante una crisis sin precedentes que necesitará un análisis desde todas las perspectivas cuando pase y otro algo más a posteriori. Hasta entonces, sacar conclusiones es precipitado e imprudente cuando se buscan culpables y un ejercicio realmente complicado cuando se buscan soluciones. La responsabilidad de todos está en quedarnos en casa, seguir las indicaciones de las autoridades y en no contribuir a ese ruido que genera tanto malestar y aporta tan poco.

 

 

Imagen: Calle Larios de Málaga / Daniel Perez Garcia-Santos (Getty Images)

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