A nadie sorprende aparcarse en Madrid a vivir y que a uno ya lo tilden de madrileño. Los hijos de provincias que hemos emigrado a la capital en busca de la gloria y fortuna de los astros, tierra prometida, que ya decía Jesús Polanco pertenece a todo aquel que viva en ella, no tardamos en embriagarnos de estar en el meollo, en el centro del huracán noticiario día tras día. Luego uno, que no puede cortar el cordón umbilical todo lo que le gustaría, vuelve al hogar, a las calles que lo parieron, y se oye comentar a las gentes del lugar que, precisamente, aquello que tiene lo de ser madrileño, que es ser el centro, a los de alrededor les calienta hemorroides.

   La presicienta de Madrid, más similar a una costurera de posguerra; con cara de bollo y alma de falangista, que a la presidenta de una comunidad en democracia, tiene razón en una cosa: «Madrid es España», y que el resto de este paraje ingrato, envidioso y con histórico dolor menstrual frente al progreso, haya de soportar la carrera de ratas que se libra en su capital como si fuesen las elecciones de su comunidad de vecinos, pues viene oliendo. Que no sé muy bien a qué, pero a algo me apesta, y estamos a tomar por culo de Dinamarca.

   No engaño ni a un reportero de España Directo si digo que ojalá, Antonio Machado, hubiese tenido razón cuando dijo aquello de: “En España lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva”, pero es que en la capi, en la tierra prometida, lo que yo veo es a señoritos que invocan a su patria y la venden, en eso Antoñito llevabas el as de bastos, y a un pueblo que no para de nombrarla con una actitud más propia de primates de culo rojo y baba ácida, que de mercaderes de la honestidad y el amor fraterno.

   A las pruebas me remito. La blanca nieves al timón de la comunidad de Madrid, a la que parece no le haría falta caer en un profundo letargo sin sueños para dejarse profanar por los enanitos de su alrededor, no duda en emparejarse para el baile electoral a los de las Voces Ordeñadas Xungas, esa banda de pusilánimes verriondos que no dudan en llamar la atención del pueblo, ese que tanto defienden mientras se la clavan, a través de la provocación y el espectáculo, cosa que, no sólo ellos, sino todos los políticos, deberían dejarnos a artistas y efemérides, que para algo nos curramos los kilombos sociales como digna propaganda de nuestros egos. Y es que, maldita sea, habré de darle la razón al cabeza buque con casco de pararrayos de Bismark, no muy santo de mi devoción, cuando se sorprendía de que España siguiese existiendo con la clase política que la defendía. Bien, vale, seguramente él se refiriese a otros, pero los tumores hacen metástasis y envenenan el cuerpo hasta que este planea moribundo con los buitres de compañeros; ahogado, sediento de un futuro mejor, que se desvanece nada más invocarlo.

   De Madriles y mandriles ha ido esto. Habrá de verse si la capital, es decir, España, se convierte en una Guinea acuartelada por mandrillus al poder, o, por lo menos, se queda sólo con una panda de bonobos, esos que se pasan el día pensando en follar y así rigen su jerarquía sin hacer mucho que no sea adoptar la posición y dejarse querer, que es lo más parecido a los humanos que se encuentra en el reino animal. Pero es que España es mucha España, y Madrid, es España, mucha España, tanto que ganen bonobos o mandriles, de lo que estoy seguro es de que nunca nos van a faltar monos.  

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