Vivir y convivir en la capital: expectativas vs. realidad

Cuando estás a punto de acabar bachiller, surgen en tu prematura cabecita millones de preguntas: ¿qué estudiar?, ¿dónde estudiar?, ¿dónde vivir si estudio donde quiero estudiar? Y entre exámenes finales, selectividad y el viaje de final de curso a Mallorca, te das cuenta de que estás en junio y todavía no sabes si matricularte en Aeroespacial o en Psicología. Ante esa situación, o te mojas, o te marcas el típico “año sabático para aprender inglés”, que acaba siendo un año en pijama viendo La ruleta de la suerte.

A mí nunca me pasó. Siempre he pertenecido a ese 10% que tiene las cosas claras; planifiqué mi vida años antes y ahora es todo como un dejà vu. En segundo de la ESO participé en la revista del instituto y me enamoré del Periodismo (o, al menos, de lo que creía que era el periodismo). Más tarde viajé a Madrid y me encapriché con vivir aquí, aunque eso supusiera tener la playa más cercana a 430 km. Y tras una breve investigación motivada por la impulsividad, tuve la brillante idea de inscribirme a un Colegio Mayor. Para los que no saben lo que es: es una especie de residencia universitaria, por lo general más pequeña en número de personas viviendo – llamados colegiales – y con normas de participación en actividades de la vida de Colegio. Algo así como una casa de colonias, pero durante 9 meses.

El folleto es precioso: “Aquí no se vive, se convive”. Pero que no te engañen, porque si has visto muchas american teen movies, te vas a llevar un chasco.

 

Me asignaron la habitación uno, que suena bien, pero es la que está más alejada de todo. Y para seguir con las tendencias de la casa de colonias, aquí también se cuela algún que otro bicho: puedes elegir entre cucarachas, hormigas, arañas o mosquitos gigantes. Si vives en un bajo, tendrás a los señores de mantenimiento pasando – de un lado a otro – todo el día por tu ventana y, si elegiste el horario de tardes de la universidad, el servicio de limpieza te despertará cada mañana a las 9.

 

Lo peor de los primeros días son las novatadas: duchas de agua congelada o hirviendo, peleas de yogur, himnos machistas de la época de la mili y quemadas de mechero en la piel. Si bien es cierto que, al matricularte, te hacen firmar un contrato contundente conforme no participarás en este tipo de actividades, no se puede esperar mucha vigilancia y control de parte de un director que vaga por las zonas comunes en pijama y con cigarro en mano. Cuando llegas al Colegio Mayor, te das cuenta de la absurdidad de las jerarquías: en este lugar los dictadores son estudiantes – venidos a más – que, como máximo, te sacan tres años de edad, y que se protegen con un discurso de “unión de grupo” con el que convencen a los novatos con menos personalidad.

 

Las instalaciones llevan, entre viga y viga, el nombre del señor Franco, quien inauguró los Colegios Mayores de la universidad pública en el 1951. Los pasillos con aire hospitalario, el gotelé y la madera de roble lo corroboran. Hay habitaciones que están recién reformadas. No están mal, excepto porque el internet solo llega cuando estás sentado en la taza del inodoro, y ya me veis a mí haciendo entrevistas por Skype con la cortina de la ducha de fondo.

 

La comida no sería un problema si esto pasase en Inglaterra, pero estamos en España y aquí estamos acostumbrados a comer muy bien. Día sí y día también, pescado rebozado y patatas fritas. El día que hay lentejas, es el día bueno.

 

Así que, repito: que no te engañen. O mejor dicho, no te engañes a ti mismo. No vas a ser el próximo Troy Bolton ni la futura Gabriella Montez.

 

En las fiestas del Colegio Mayor no sirven ponche ni canapés, pero tienes zurra y bastoncitos de pan. Tampoco te vas a llevar bien con todo el mundo, ni tu novio va a ser el capitán guaperas del equipo de fútbol, pero, finalmente, vas a conocer a muchísimas personas que, a mediados de abril, se convertirán en potenciales compañeros de piso para el año siguiente. Así que el balance es positivo, ¿no?

 

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Un comentario en «Desde la habitación número uno»

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