Nos pasamos el año esperando que llegue el verano. Esa ansiada fecha en la que muchos podemos tachar el estrés de nuestro calendario, o quizás no. Para algunos es tan solo unos días, aunque los más afortunados pueden disfrutar hasta de algunas semanas de descanso. Con vacaciones o sin ellas, la estival se ha convertido en la época favorita de muchos, a pesar de su calor insufrible o su falta de él. Quizás la llegada de esos meses nos recuerde a nuestra infancia, porque sin duda, no hay nada comparable con la sensación de ser niño en verano.

Ser niño en verano es una aventura. Más de dos meses de vacaciones sin ninguna responsabilidad a tus espaldas. Coleccionistas de recuerdos que intercambiábamos como cromos a la llegada de septiembre. Mis veranos huelen a sal, a arena y saben a paella. A esos campamentos a los llegabas sin conocer a nadie y volvías con una camiseta llena de dedicatorias. Las acampadas en las que escuchaste por primera vez “el toque de queda” y viste las estrellas acostado sobre una esterilla. A conocer a gente sin miedo, a las primeras verbenas y a amores de verano. Vivir deprisa, a contrarreloj, ganándole el pulso a un septiembre que llegaba demasiado rápido.

Pero cuando acababa agosto se rompía el hechizo, “es hora de volver a casa, Cenicienta”. Aún recuerdo ese sabor agridulce al hacer de nuevo las maletas y despedirme de esos amigos a los que no volvería a ver en un año. Prometíamos vernos durante el invierno y que el verano siguiente nada habría cambiado. Y así retornábamos a casa, al son de la banda sonora que nos había acompañado esos meses. Con un vacío en estómago y cientos de experiencias que contar al volver a la rutina. Esa emoción es la que nos hacía pasar el frío, tachando los días hasta que volviera a llegar el sol. “Inspira olores de verano para superar los inviernos” rezaba en un libro de Albert Espinosa.

Pero los años han pasado y fallamos a Peter Pan en su intento de mantener perenne una infancia que se escurría junto a la arena del reloj. Ese que cada vez está un poco más vacío. Quizás se ha perdido un poco esa intensidad de los primeros años, sin preocupaciones, sin miedos, y llenos de ganas. Sin embargo, cada septiembre sabe igual.

Me gusta pensar que los últimos días de agosto son el domingo del año, ese en el que te paras a reflexionar y haces evaluación de lo que has aprendido, vivido y compartido. Te preparas para septiembre, como el domingo que precede al lunes. Como ese niño que hace y deshace ansioso su mochila por la noche y deja la ropa junto a la cama.

Supongo que cada verano es diferente y la emoción del siguiente es la que nos mantiene a flote. Este verano volvimos a ver un poquito esa luz que se escondía traviesa entre tanta oscuridad y tinieblas. Ahora toca comenzar una nueva aventura, con los de siempre, o quizás empezar de nuevo. Pero seguro que contaremos con nostalgia cómo ha sido nuestro verano, porque quizás eso sea lo único que no haya cambiado.

About The Author

4 comentarios en «Los últimos días de agosto son el domingo del año»

  1. Me ha encantado tu artículo. Las vivencias estivales, tan hermosas y comunes, expresadas con brillantes ideas.
    Ya eres una estupenda periodista pero aprenderás mucho y serás magnífica en tu profesión.
    Soy amiga de tu tía M Antonia y aprecio mucho a toda tu familia.
    Adelante, Rocio.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.