El debate sobre la cuestión del futuro del Estado autonómico en España lleva suscitándose desde antes del preciso primer momento en que se constituyeron las Cortes para la aprobación de la Constitución Española de 1978. De hecho y por supuesto, cuestión fundamental regulada por esta misma Constitución es la forma de Estado y el sistema político que con ella misma se configura.

Comenzando precisamente con la norma suprema, es debido, como esencial, un análisis introductorio para el planteamiento del comentario: la soberanía nacional reside en el pueblo español (art. 1.2 CE) y la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria. Y aunque, como muchas otras constituciones, la vigente española consagra la indisoluble unidad de la Nación española (art. 2 CE), también es cierto que el mismo artículo segundo es el que permite la configuración del Estado en un estado de autonomías, al reconocer y garantizar el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran.

Con la presión del aparentemente exitoso caso del federalismo americano, como ya se ha comentado, aquel debate influyó en el propio debate del parlamentarismo constituyente español. Se terminó por regular el sistema de las Comunidades Autónomas mediante el artículo 143 de la Constitución, el cual establece que “en el ejercicio del derecho de autonomía reconocido en el artículo 2 de la Constitución, las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica podrán acceder a su autogobierno y constituirse en Comunidades Autónomas…”, con arreglo a lo previsto en ese mismo título de la Constitución.

Que España se constituya territorialmente en un estado de autonomías significa que la configuración del Estado se hace precisamente mediante la suma de comunidades o secciones territoriales que, con arreglo a rasgos políticos, culturales e históricos comunes, se estatuyen asimismo en unidades territoriales con autogobierno y competencias propias. Este es un elemento fundamental para el debate: el reparto competencial previsto por los artículos 148 y 149 de la Constitución Española. Esta configuración del estado ha permitido una “notable descentralización política a través de la que, por ejemplo, las principales políticas públicas del Estado del Bienestar (sanidad, educación, servicios sociales) se han gestionado con eficiencia desde las instancias más cercanas a los ciudadanos. Por otra parte, el Estado de las Autonomías ha permitido un reconocimiento y una protección jurídica de los diversos elementos de la personalidad específica de determinados territorios de España” (1)

Estas ideas son fundamentales. Uno de los elementos fundamentales para que un Estado pueda considerarse descentralizado es, justamente, que el mismo no se configure de manera centralísima ni se concentre el poder desde una cúspide hacia abajo, o sin estratos intermedios. Precisamente, el reparto competencial que hacen los artículos 148 y 149 de la Constitución es el que fundamenta esta descentralización. Esto evita que el poder político quede concentrado y se abuse del mismo, algo que pretende proteger y hacer imperar el mismísimo primer artículo de la Constitución, al establecer que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”. Tan importante en este sentido es la previsión de que España deba ser un estado democrático como un Estado de Derecho. La primera previsión fundamenta el sistema de Derechos y libertades Fundamentales. Y la segunda, en resumidas cuentas, impide que el Estado se coma al propio Estado, como pudiera Hobbes decir en su Leviatán.

Luego, en principio, que deba existir una descentralización en el futuro del Estado español se erige en cuestión fundamental. Primero porque permite una extensión del sentido más amplio de la democracia. Segundo porque la experiencia del poder político absolutamente centralizado no ha triunfado en ningún estado con democracia. Y tercero porque el calado del sistema descentralizado ya ha hecho demasiada mella en la cultura política y la sociedad española como para revertir el sistema a uno que, además de distinto, sea contrario. Luego, todo esto nos sirve para asentar la base mínima de que la descentralización es necesaria, con un sistema u otro.

En cuanto a la otra cuestión de que el sistema de las autonomías es garante del reconocimiento y la protección jurídica de los diversos elementos de la personalidad específica de determinados territorios de España, esto se abre más a debate. ¿El Estado de las autonomías protege bien la especificidad cultural y política de un pueblo o una nacionalidad histórica?

Efectivamente, este bien podría ser perfectamente uno de los ejemplos que mejor ilustraran el desafío del futuro del Estado de las Autonomías. Establece el artículo 147 de la Constitución que “dentro de los términos de la presente Constitución, los Estatutos serán la norma institucional básica de cada Comunidad Autónoma y el Estado los reconocerá y amparará como parte integrante de su ordenamiento jurídico”. Estos Estatutos de Autonomía constituirán, por así decirlo, la propia Comunidad Autónoma, conteniendo la denominación de la Comunidad que mejor corresponda a su identidad histórica, la delimitación de su territorio, la denominación, la organización y la sede de las instituciones autónomas propias (ex artículo 147.2 CE).

Al final, la diferencia con un Estado Federal no plantea enfrentamientos demasiado lejanos. Aunque, en ese inverso sentido, la propia Constitución Española en su artículo 145 establece de manera imperativa que “en ningún caso se admitirá la federación de las Comunidades Autónomas”. En cualquier caso, se trataría de un modelo político descentralizado, lo que reafirma el planteamiento del fundamento de la descentralización.

Las circunstancias que han llevado el debate sobre el futuro del Estado de las Autonomías en una hipotética reconversión hacia un Estado Federal han sido, principalmente, las crisis económicas y las crisis políticas azuzadas por cuestiones como los independentismos y el cuestionamiento del vigor de algunas identidades nacionales, así como el propio cuestionamiento del derecho de autodeterminación, el cual, por cierto, no existe simplemente en nuestro ordenamiento jurídico, por mucho que se pretenda encontrar en el Derecho Comparado idéntico alguno.

“Estos cuestionamientos, legítimos políticamente y que sin duda reflejan la percepción social de determinadas disfunciones, son los que exigen abordar con rigor el futuro del Estado Autonómico. En mi opinión este futuro debe pasar por la profundización en sentido federal del Estado Autonómico lo que conlleva necesariamente la reforma de la Constitución. Sería ingenuo pensar que esta reforma constitucional es algo de hoy para mañana, pero sería pernicioso no reflexionar ya ahora sobre la conveniencia de la misma y no tener preparados sus posibles contenidos para cuando las circunstancias políticas y sociales permitan acometerla” (2).

En este sentido, precisamente, lo que se requeriría para la transformación del actual Estado en un Estado Federal sería una reforma constitucional. Pero, en lo más concreto que se pregunta, no cualquier reforma constitucional vale para cambiar la forma del Estado ni la organización territorial del mismo. La determinación del instrumento jurídico a emplear para la mentada transformación es clara: la reforma constitucional. ¿Pero qué reforma constitucional y cómo se articularía esta? Pues bien, única y exclusivamente mediante el propio procedimiento que la misma Constitución Española prevé para ser reformada.

En primer lugar, debe asentarse que no podrá iniciarse la reforma constitucional en tiempo de guerra o vigente alguno de los estados previstos en el artículo 116, referido a los estados de alarma, de excepción o de sitio.

En segundo lugar, debe atenderse a la materia que será objeto de dicha reforma constitucional, puesto que dependiendo de la naturaleza de la misma, se deberá seguir un procedimiento u otro de reforma constitucional. En este caso, sería de aplicación el artículo 168 de la Constitución Española, que establece que “cuando se propusiere la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título preliminar, al Capítulo segundo, Sección primera del Título I, o al título II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes”. Se trata, pues, de un procedimiento de reforma constitucional que requiere mayorías agravadas. Seguidamente, “las cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder a estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras”.

Es decir, no solo se requiere en ambas Cortes -Congreso y Senado- una mayoría de dos tercios de parlamentarios expresándose unívocamente de acuerdo sobre un mismo exacto texto de reforma constitucional, sino que dicha mayoría agravada también es requerida en una segunda vuelta disueltas y convocadas nuevas cámaras.

Por último, pero no por ello menos importante, aprobada la reforma por las Cortes Generales, sería sometida a referéndum para su ratificación (artículo 168.3 CE), es decir, un referéndum popular a nivel nacional.

Este procedimiento de reforma constitucional se prevé tanto para el caso de la reconversión del Estado actual a un Estado Federal a secas como para un hipotético caso de reconversión hacia un Estado Federal que siguiera respetando el sistema de Monarquía Parlamentaria, ya que dichas materias son referidas por el artículo 168 de la Constitución. La diferencia es, por supuesto, que el contenido de la reforma constitucional -o sea, el texto literal a aprobar-, debería ser diferente, y hacer mención expresa y explícita al cambio de forma de Estado conservando o no el sistema de Monarquía Parlamentaria.

Siguiendo con la profundización en la idea de un hipotético Estado Federal, estas ideas son también fundamentales: “entre estos contenidos de la futura organización territorial española podrían estar, por ejemplo, el establecimiento de unas reglas claras de distribución de competencias, la presencia del criterio de la eficiencia en la asignación territorial de las competencias sobre las materias con más impacto económico, la previsión de asimetrías competenciales vinculadas a hechos diferenciales y a factores de voluntad política, el reconocimiento de la pluralidad de identidades, la configuración del Senado como Cámara Alta Federal, la potenciación de las relaciones de colaboración y la fijación de un sistema de financiación en el que la necesaria solidaridad interterritorial no sea un elemento penalizador de los territorios más generadores de recursos” (3).

Justamente, esta última idea es una de las más manidas por los defensores del Estado Federal: la de que las comunidades más ricas hacen de motor de las comunidades más pobres y, por ende, también, la de que las comunidades más pobres lastran el avance y el progreso principalmente económicos de las comunidades más ricas e industrializadas y con mayor renta per capita. Todo esto pasaría por supuesto por una prefijación exhaustiva de los términos en que la federalización hubiera de tener lugar. Y en ese mismo sentido, la revisión, sobre todo, de los sistemas de financiación y tributación de cualquier entidad territorial constituida en comunidad.

Todas estas cuestiones son, por supuesto, abordables. Y no son cuestiones extraordinarias. Están sobre la mesa y ya existen propuestas que avalan la necesidad de sacar adelante este debate.

Por otro lado pero en iguales términos, los instrumentos jurídicos para la materialización de la reconversión del Estado también existen y son plenamente disponibles por el poder político. Interesante sobre esta cuestión particular sería el analizar desde un punto de vista más sociológico si justamente el poder político puede constituirse en acuerdo suficiente como para acometer tal reforma. Desde el Derecho Comparado, encontramos que la Constitución Española se clasifica comúnmente como rígida. No obstante, para el caso de reformas de tal magnitud, que suponen convertir un estado viejo en todo un nuevo estado, esta rigidez cobra un sentido incluso natural.

El poder constituyente no tiene límites. El poder político la voluntad, y el poder jurídico, al fin y al cabo, tampoco.

 

(Citas entrecomilladas con apóstrofe numeral, 1, 2, 3: exactas de «El futuro del estado autonómico», p.2 y siguientes, de Joaquín Vintró, catedrático de Derecho Constitucional)

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