Dejemos las conclusiones para los imbéciles, Pío Baroja  

   Soy consciente de lo poco original que es la afirmación que da título a este artículo. Todos, antes o después, llegamos a conclusiones similares a lo largo de nuestra vida. Tanto el imbécil que atraviesa el paso de cebra como si fuese a atropellar al peatón, como el peatón que cruza el paso de cebra con lentitud como un imbécil para provocar al conductor. Existe, así nos lo dio a entender Umberto Eco, una democratización de la idiotez desde la aparición de las redes pero, lamentablemente, yo amplificaría ese espectro a varios siglos antes. Sería estúpido afirmar que existe un antes y un después en la idiotez humana, pero sí considero que existe un proceso de potencialidades sostenidas en el tiempo que han hecho de los humanos seres exponencialmente más imbéciles. No habrá de confundirse la imbecilidad con el despotismo, la crueldad o la barbarie, tildar de imbécil a Iván el terrible o al capataz de una plantación de esclavos sería una aproximación errónea. No, la imbecilidad germina con fuerza en aquellas sociedades en las que la igualdad queda, al menos sobre el papel, asegurada por las leyes y principios básicos que rigen dicha colectividad. El imbécil se convierte así en un concepto dual, bicéfalo, pues es tan imbécil quien abusa de la descomposición orgánica de la supuesta igualdad asegurada, como aquel que, inocente y bienintencionado, cree a pies juntillas en ella. Pero he aquí el error, ¿por qué aquel que confía en los principios de la bondad y la justicia es comúnmente tildado de imbécil?  ¿Por qué quién labra los campos de la armonía y hace gala de amabilidad desmedida resulta ser un necio? Sin llegar a confirmar una tesis absoluta, la principal causa de este hecho nace antes en un elemento que en cualquier otro; la competencia. Los mecanismos de competencia perpetua nos dominan en la cotidianidad haciendo de nuestros semejantes posibles usurpadores de oportunidades, o profanadores de la fantasiosa y premeditada imagen de poder que todos nos calzamos en algunos ámbitos.

   Pero, dejando de lado por el momento el tema de los imbéciles, creo que convendría hablar de la más reciente actualidad.

   Dios da pan a quién no tiene dientes. Al menos eso dicen, y parece que de un tiempo a esta parte cuanto nos rodea indica que Dios se ha quedado sin pan, o por lo menos que se lo está dando a aquellos con los dientes más grandes y picudos del estanque de tiburones. No obstante, que el sistema neoliberal (hijo mestizo del de competencia) nos invite a descorchar nuestros impulsos más primarios en un afán por salvar nuestros pellejos, aunque por el camino dejemos unos cuantos cadáveres, es algo a lo que deberíamos habernos acostumbrado. Desafortunadamente, algo habrá en lo profundo de nuestros maltrechos corazones que nos impide tragar con sumisión y complacencia las sórdidas perversiones rentables de una parte de la población, no tan pequeña como imaginamos, y si abiertamente poderosa.

   Nadie se sorprendió cuando en este país hubo hordas de cretinos, aprovechados cantamañanas, imbéciles que se excitaban con el simple reflejo de su entrepierna, que decidieron vacunarse antes de tiempo. Es más, estoy seguro de que bajo la inquebrantable ética de pósit que han demostrado muchos ante la opinión pública, se esconde un diablillo malévolo que reza letanías contra las tripas de los vacunados, no por haberse aprovechado de su posición, sino por haberles robado la oportunidad de vacunarse ellos. Me huele mal que un país acostumbrado a justificar sus zorrerías con el mantra de ser la cuna de la picaresca ponga, de pronto, el grito en el cielo por practicarla en su contexto más lógico; el de salvar la propia vida. Si la hipocresía era un conjuro que los magos de la política y el poder fáctico llevan practicando desde que Ortega y Gasset dijo que la corrupción en España era estructural, ¿a qué tanto alboroto?  Si un pijeras aficionado a los mocasines, el gimnasio y a colgar fotos de J.O Smith con metralletas en su Instagram, termina soplándole un par de leches a su novia cuando esta se ha largado con su compañero de piso porque se lo monta mejor en la cama, en lo que a mí respecta, la sorpresa no es mayúscula. Y si hay quien entiende esto último como una justificación de dicho acto, a bien que tenga montarse en un Dildo-bici sin lubricación previa.

   Con esto quiero decir que; si el escándalo sólo emerge con el síntoma; estamos siendo cortos de miras o, profundizando un poco más, reproductores de los comportamientos que un determinado modelo económico nos invita a adoptar para tener tranquilo el espíritu, sin llegar nunca a incomodar su posición dominante.

   Un ejemplo; La Comisión Trilateral. Esta organización, fundada en 1973 y en estrecha relación con el Grupo Bilderberg -reunión compuesta por, más o menos, las 130 personalidades más influyentes del planeta- orquestó, al poco de su alumbramiento, un método para calmar los brotes “socialistas”, bien podrían ser tildados de “humanistas”, de un amplio espectro de la sociedad de aquella época. Mayo del 68, los hippies, yippies, el flower power y los derechos civiles habían hecho meya en el mundo occidental que, en los albores de la globalización y la interconexión informativa internacional, sintió la necesidad de provocar cambios sistémicos en favor de la paz y los derechos humanos. Ya que aquellos cochinos insurgentes, panolis prodignidad, estaban requemando la tostada liberal reclamando una mayor intervención en dichos ámbitos por parte de los Estados, decisión que hubiese mermado el considerable poder de sus corporaciones del que hoy gozan con despótico monopolismo, decidieron lanzarles un hueso. La Comisión Trilateral le ofreció al mundo progresista, bien pensante y con estudios, una chuchería que la sociedad civil masticó embriagada: las Organizaciones No Gubernamentales, u ONG. Concretamente estas organizaciones, regadas con el abono del poder para desplazar el centro de atención de las demandas civiles de los Estados a la propia sociedad y al individuo, son el ejemplo perfecto de la imbecilidad bicéfala y la precariedad del mediocre pensamiento de gran parte de la población. Por un lado, tenemos a personas de alta ética y principios humanos que aspiran a mejorar esta complicada y baldía tierra en la que habitamos: imbéciles buenos. Por otro lado, nos encontramos con los directivos y altos cargos de muchas de estas organizaciones, quienes exprimen nociones ampliamente lucrativas como son las del “voluntario” (sujetos que venden su fuerza de trabajo por tranquilidad y autosatisfacción moral) o la de solidaridad, estrujando el sentimiento de empatía que aflora en determinados individuos y llenándose así los bolsillos: imbéciles malos.

   El mundo está plagado de imbéciles. También lo pensaron quienes se pusieron la vacuna antes que nadie abusando de su posición, y también lo pensaron quienes vieron cómo estos raterillos eran juzgados y expuestos a la sanguinolenta jauría de la opinión pública.

   Empero, debería insistir en aclarar que esta imbecilidad tiene un núcleo; un fondo donde sus raíces han germinado fuertes y enrevesadas como Yggdrasil, el susodicho modelo de competencia. Habremos de tener esto bien claro para que así la próxima vez, porque la habrá sin lugar a duda, que nos encontremos ante el impulso, hondo e inadvertido, de ver al contrario como un rival, hagamos de tripas corazón y tengamos claro que si hay que ser un imbécil; mejor ser uno bueno, porque malos existen demasiados y sólo los más crueles consiguen escapar a su inevitable juicio.

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