Cuando a una persona se le menciona el nombre Estados Unidos, suele asociar ese nombre como un sinónimo de libertad, riqueza, y estabilidad. Por una parte, no se equivoca: en cuanto a libertad se refiere, en EE.UU se puede hacer casi cualquier cosa siempre y cuando tu bolsillo te lo permita. Desde hacer un viaje en carretera costa a costa a comprarte una casa en el vecindario de las celebridades; la libertad es un valor muy arraigado en la sociedad estadounidense. Su riqueza no es ni tema de discusión, es la primera potencia económica a nivel mundial, el hogar de Wall Street, la divisa internacional es el dólar, y la ostentosidad de ciudades como Nueva York o Miami son evidentes.

Sin embargo, hay un notable asterisco en cuanto a estabilidad se refiere, especialmente la estabilidad política. Mientras los EE.UU goza de una loable institucionalidad, en los últimos años su sistema político ha venido decayendo al punto de convertirse en una inconveniencia que los ha debilitado domésticamente tanto como internacionalmente, una inconveniencia que ha llevado a eventos bochornosos como los sucesos del Capitolio, una inconveniencia que ha desgastado lo que historiadores como Niall Ferguson llaman el “imperio americano”. La decadencia que vive la política estadounidense es evidente, al punto que se ha vuelto el talón de Aquiles del país que una vez el poeta José Martí describió como el “gigante de siete leguas”.

El problema es mucho más profundo

Aunque para algunos el debilitamiento del sistema político estadounidense puede sonar novedoso, realmente es un fenómeno que se ha venido cocinando desde hace tiempo. Es un error pensar que todo empezó con la elección de Donald Trump en el 2016. Trump no es más que el resultado político del aglutinamiento de circunstancias socio-económicas como la desigualdad social o el racismo.

Estas circunstancias se vienen forjando desde hace mucho tiempo, incluso algunas llevan más que otras. El racismo, por ejemplo, lleva afectando a la sociedad estadounidense por más de doscientos años, la brecha salarial no ha parado de crecer desde los setenta, el costo de la educación universitaria es exorbitante, y a eso hay que añadirle el enorme problema de la libre posesión de armas de fuego que siempre ha sufrido EE.UU.

A todo esto se le suma el hecho de que al gobierno americano cada vez se le hace más difícil ayudar a sus ciudadanos. La seguridad social está prácticamente quebrada, el precio de los medicamentos cada vez sube más y los programas de asistencia cómo Medicaid son extremadamente difíciles de aplicar, y el Obamacare —lo más cercano que ha tenido el país a un sistema de salud universal— está inundado de regulaciones con la intención de limitar a la cantidad de personas que se puedan registrar; lo que deja a millones de personas sin seguro médico alguno.

Son estos factores y muchos más los que han contribuido al auge de populistas como Trump o Ted Cruz, simplemente líderes que han logrado convencer a la mitad de la población estadounidense de que el sistema tradicional les ha fallado, y a esa mitad, razones no le faltan para creer.

La realidad alternativa

Ahora bien, como es previamente mencionado, estos problemas socio-económicos no son completamente nuevos, también la historia de EE.UU ha tenido bastantes populistas que han intentado desestabilizar el sistema político aparte de Trump; como Huey Long, por ejemplo. Si todo es así, entonces eso abre espacio a muchas preguntas como: ¿por qué la política americana se está debilitando ahora y no anteriormente? O ¿por qué Trump fue el primer populista en casi dos siglos en alcanzar la presidencia exitosamente? Pues, la respuesta es más simple de lo que parece: antes no había fake news como ahora.

La popularización de las redes sociales nos ha obligado a estar enganchados a ellas para estar al día con los acontecimientos. Eso convierte a estas plataformas en medios masivos de información. Aunque esto suene como uno de los grandes logros de la tecnología, el problema con eso es que la mayoría del contenido en redes es generado por usuarios, no por fuentes confiables. Esto significa que cualquier persona con una conexión a internet y una computadora puede crear cualquier tipo de noticias falsas para perjudicar —o beneficiar— al político de su antojo.

En el caso de EE.UU, la esparsión de noticias falsas fue el emblema no solo de ambas campañas de Trump, sino también de su presidencia. Con el surgimiento de Trump, los esparcidores de teorías de conspiración tomaron de lleno el escenario político americano. De un día para otro, el debate político en EE.UU pasó de ser conversaciones sobre el rol del estado en la vida de las personas a discusiones sobre si Hugo Chávez póstumamente hizo trampa en las elecciones presidenciales del 3 de Noviembre. 

Con la llegada de los fake news, Estados Unidos dejó de ser un país donde un sector de la población simplemente estaba en desacuerdo con otro. Ahora es un país donde la mitad de la población vive en una realidad totalmente distinta a la otra. Con más de 74 millones de personas que votaron por Trump probablemente basados en información falsa, sobra decir que los fake news en EE.UU están para quedarse.

Biden y su espada de Damocles

La elección de Joe Biden a la presidencia es un regreso a la normalidad. En menos de dos semanas le ha dado un giro de 180 grados a la imagen de la Casa Blanca, regresando así los aires de solemnidad que alguna vez ocuparon los pasillos del Ala Oeste. Sin embargo, el panorama político para Biden es desafiante. La mayoría Demócrata en la Casa de Representantes se ha estrechado, el Senado está empatado 50-50, y la semana que viene empieza el segundo proceso de juicio político a Trump; algo que va a causar revuelo en los medios.

La relativa paz que ha gozado Biden hasta ahora es bastante frágil, tiene 78 años, lo que probablemente lo hace un presidente de un solo período. Esto significa que los posibles candidatos del 2024 pronto tendrán que empezar a crear notoriedad política en los medios y en la —si no lo han hecho ya—lo que significa que indudablemente van a haber personalidades de ambos partidos que se alejen de Biden para ganar popularidad.

A esto hay que añadirle la presión del paupérrimo manejo de la pandemia por parte de la administración de Trump. Los EE.UU han sufrido más de 26 millones de casos de Covid-19, de los cuales 440 mil pacientes han fallecido debido al virus. Para tener una mejor idea de la cantidad de fallecidos, el número de muertos en combate de ambos bandos de toda la campaña de Normandía durante la 2da G.M es de alrededor de 425 mil fallecidos, un número un poco menor a la cantidad de personas fallecidas por Covid-19 en EE.UU.

Es seguro decir que Biden ganó la presidencia porque los estadounidenses lo creen capaz de aplacar la crisis de la pandemia, y la Casa Blanca entiende esto. El mismo día de la inauguración del presidente, su equipo de prensa volvió a comunicar el ambicioso objetivo de llevar a cabo más de cien millones de vacunaciones en los primeros cien días de la administración. Sin embargo, tener un objetivo tan ambicioso pone a la oficina oval en una posición comprometedora, de no aplacar la pandemia, el capital político del presidente estaría en juego. Con las elecciones legislativas el año que viene, un hipotético fracaso en mitigar la covid acabaría con las pretensiones de los Demócratas de controlar el congreso, y a la vez, la mayoría de —sino todas— las promesas de campaña de Biden se irían por la ventana. La crisis de la pandemia amenaza la presidencia de Joe Biden como si fuese una espada de Damocles sobre su cabeza.

Vivimos en unos tiempos donde, por primera vez en siglos, la estabilidad del sistema político estadounidense está en tela de juicio. Aunque, a diferencia de la tradición de sus vecinos latinoamericanos, esta incertidumbre política no se manifiesta en forma de golpe. Sin embargo, sí se manifiesta en el papel que los EE.UU tiene en el mundo. Con países autoritarios como China y Rusia ampliando sus esferas de influencia cada vez más, tenemos a la democracia más importante del mundo peleando sobre la existencia del cambio climático y otras teorías de conspiración.

En conclusión, parece ser que Martí estaba equivocado: no es la unión de los pueblos hispanoamericanos lo que detiene los avances del gigante, sino el mismo gigante es el que está deteniendo su propio avance.

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