En los tiempos modernos la figura de una monarquía como jefatura del Estado es un anacronismo. Esto no es un juicio político, sino una realidad que las Casas Reales vigentes en Europa han asumido e interiorizado.  Para sobrevivir en un contexto europeo en el que la República es la norma, las 8 grandes monarquías que se mantienen han necesitado de encontrar mecanismos para dar sentido a su pervivencia. ¿Pero qué peso tiene una corona hoy en día?

Desde el final de la Primera Guerra Mundial, cuando se consolidó el modelo de monarquía constitucional, comenzó la idea de un Rey (o Reina) con poderes meramente ceremoniales que se abstuviera de gobernar y dejara esa función a los cargos electos. A partir de este momento los monarcas que no marchaban por las sendas constitucionales acabaron en el exilio dejando repúblicas en su lugar, como Víctor Manuel III en Italia o Constantino II en Grecia. Las que se mantuvieron tras la Segunda Guerra Mundial lo hicieron por la labor desempeñada en la resistencia a la invasión nazi (como Guillermina de los Países Bajos que ofrecía discursos en la radio para levantar la moral de sus compatriotas) con la honrosa excepción de España. En los tiempos actuales la labor de las monarquías se tensa en un delicado equilibrio entre dos contrapartes: ser neutrales y ser útiles.

La neutralidad es un componente fundamental de la monarquía parlamentaria. El Rey debe de ser ajeno a las ideologías políticas dejando que sean los ciudadanos quienes dirijan el rumbo del país con su voto. Esta era la ventaja que Max Weber veía en la monarquía sobre la república: un rey siempre será ajeno a la política y representará imparcialmente a la ciudadanía por su propia supervivencia, al contrario de un presidente electo que proviene de la vida política. Claro que la realidad nunca es tan idílica, ya que el propio mantenimiento de la monarquía es en sí una posición política. Por otra parte, la conexión vital que tienen con la fe y la Iglesia ha jugado malas pasadas en tiempos recientes. El Rey Balduino de Bélgica y el Gran Duque Enrique de Luxemburgo se negaron a firmar las leyes aprobadas del aborto y la eutanasia respectivamente por convicciones morales y religiosas. Esto obligó a sus gobiernos a asumir la regencia y firmar por ellos. La neutralidad absoluta además encara un problema para la percepción pública de los reyes, pues si la población percibe que no promueven nada y se limitan a un simple adorno acabarán pensando que son un gasto innecesario.

El otro platillo de la balanza es la utilidad, la necesidad de que las monarquías repercutan en algún beneficio para la población. En Reino Unido han sabido explotar esto y han convertido la Corona en una atracción turística. En la mayoría de los países el Rey sirve como representante exterior, colabora con campañas benéficas, entrega premios (como el Princesa de Asturias o el Nobel en Suecia y Noruega) y dan discursos de ánimo en momentos duros para la población y en la tradicional cena de Nochebuena. Claro que también pueden acabar siendo demasiado útiles y pecar de beneficiar a quien no deben. Las buenas relaciones de Juan Carlos I y el rey saudita Salmán bin Abdulaziz han fomentado la inversión de millonarios árabes en España y el comercio entre los dos países. Reverso de la moneda es que esto haya acabado en el cobro de comisiones ilegales en el AVE de La Meca y la participación indirecta de España en las masacres de Yemen. Y, por supuesto, para cumplir esta función los monarcas han tenido que ser educados desde su infancia para realizar una tarea predestinada desde que nacen.

Y es que un aspecto olvidado de estos regímenes es que deben convertir la Casa Real no sólo en un símbolo sagrado para el país, sino en una fábrica de hombres y mujeres de Estado. Nacer en la familia real hace que tu vida privada pase a ser materia de interés nacional y es imposible huir del todo de ella. Al fin y al cabo el verdadero peso de la corona no es la institución en sí, sino la persona que la porta. Porque los seres humanos no somos perfectos ni llegaremos a ser jamás faros morales de luz blanca y pura. En toda persona hay sombras, en toda familia hay ovejas negras y el acervo genético (a los Austrias pongo por testigos) no siempre es el mejor rector de los países. Por ello una monarquía siempre va a tener que cuidar su imagen al milímetro para sobrevivir en un mundo en el que le cuesta encajar. Un mal presidente siempre puede ser reemplazado por el pueblo, pero un mal monarca deberá esperar hasta su lecho de muerte mientras evita que lo acaben derrocando.

Todo esto nos puede hacer preguntarnos qué sentido tiene mantener estas instituciones habida cuenta de los problemas que suponen. Algunos insinúan que las monarquías nos conectan con nuestro pasado, nos recuerdan a través de un linaje de dónde venimos como nación y nos inspiran de cara al futuro. Para Santo Tomás era un poder derivado de Dios. Pero para Hobbes era producto de la razón humana, de nuestra necesidad de protegernos y evitar la guerra entre compatriotas cediendo la soberanía a una autoridad sacralizada e inamovible. Quizás es que las personas buscamos ver en los jefes del Estado algo superior a lo que somos en realidad, pero en el fondo cada retrato institucional no es sino un reflejo en el espejo de los defectos del ser humano. Y como seres humanos no tenemos sólo el control de nuestro destino, sino que participamos del destino de nuestras comunidades, y los errores de quienes las rigen también son en gran parte propios. Por eso, aunque duela aceptarlo, el peso de la corona también recae sobre nuestros hombros.

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